Desperté con el primer rayo de sol entrando por la ventana de la habitación de mis abuelos. Los sonidos del rancho se filtraban a través de la madera de las paredes: un gallo cantando, el sonido de las puertas de los establos abriéndose, los pasos de caballos que trotaban sobre el suelo de tierra. Todo me era tan extraño, pero a la vez tan diferente. La ciudad, con su ruido constante, quedaba muy lejos en mi mente, mientras que aquí, en medio de la nada, todo parecía tan sereno y tranquilo, casi opresivo en su quietud.
Me levanté despacio, mirando el reloj en la pared. Eran poco más de las siete de la mañana. Un suspiro salió de mis labios mientras me dirigía hacia el pequeño baño que tenían mis abuelos. Después de unos minutos, me vestí con unos jeans y una camiseta cómoda. Quería sentirme lo más a gusto posible, aunque aún no podía evitar la sensación de que algo me faltaba.
Bajé las escaleras con cautela, sintiendo que todo en la casa estaba en silencio. El aroma a café recién hecho llenaba el aire. Me detuve un momento al llegar a la cocina, observando el lugar: un espacio pequeño pero acogedor, con una gran mesa de madera en el centro y un par de ventanas que daban a los establos.
Al mirar alrededor, vi que Tomás estaba sentado en la mesa, tomando su café, con una expresión serena pero seria. Al ver que me acercaba, levantó la mirada.
—Buenos días, Violet —dijo él, sin mucha emoción, pero con una cordialidad que me hizo sentir un poco más bienvenida.
—Buenos días —respondí, con una leve sonrisa mientras me dirigía hacia la cafetera.
Tomás no dijo mucho más, pero su presencia me resultaba reconfortante. Parecía el tipo de hombre que no necesitaba llenar el aire con palabras. Me senté en una silla cerca de él, observando cómo el sol se colaba por las ventanas y hacía brillar el polvo que flotaba en el aire.
Después de servirme una taza de café, me levanté para revisar qué había para el desayuno. No tenía mucha experiencia cocinando, pero sabía lo básico. Decidí preparar algo simple: huevos revueltos y pan tostado. Mientras preparaba el desayuno, escuché pasos que se acercaban a la cocina.
—Violet, ¿te gustaría compañía para el desayuno? —La voz era suave y cálida, y al voltear, vi a una mujer de unos treinta años, de cabello oscuro recogido en una coleta, vestida con una camisa de mezclilla y jeans gastados. Era la esposa de Tomás, como pronto descubrí.
—Claro, me encantaría —respondí, sintiéndome aliviada por la amabilidad en su tono.
Ella se acercó a la mesa, sonriente, y se sentó frente a mí.
—Soy Carla, la esposa de Tomás. Bienvenida al rancho —dijo, mientras tomaba un sorbo de su café. Sus ojos brillaban con un toque de simpatía, algo que me hizo sentir un poco más en casa.
—Gracias, Carla —respondí, mientras les servía a ambos y luego me servía yo misma.
—Entonces, ¿cómo te sientes en tu primer día aquí? —preguntó Tomás, sin levantar mucho la vista de su taza.
—Un poco abrumada —admití, tocando ligeramente mi taza con los dedos. —Todo es tan diferente. No estoy acostumbrada a este tipo de vida.
Carla sonrió amablemente y asintió.
—Te entiendo. Yo también vengo de la ciudad, aunque de una ciudad más pequeña. Cuando llegué aquí, al principio me costó mucho adaptarme, pero con el tiempo aprendes a amar la tranquilidad del campo. La vida aquí tiene una forma de hacerte apreciar lo simple, lo que a veces no ves en la ciudad.
Tomás asintió, aunque su rostro permaneció algo serio.
—El trabajo no es fácil, pero lo que encuentras aquí te enseña a valorarlo. —Miró a Carla, luego a mí—. Si alguna vez necesitas ayuda, Violet, aquí estamos.
Agradecí su amabilidad con una sonrisa, aunque mis pensamientos seguían divididos entre la quietud del rancho y la vida que había dejado atrás.
Después de un rato, Carla se levantó y me ofreció su ayuda para lavar los platos, pero yo me adelanté, queriendo sentir que podía hacer algo por mí misma, aunque fuera algo tan simple.
—Déjame ayudarte —dije, levantándome rápidamente y llevando las tazas a la fregadera.
Mientras me movía por la cocina, la puerta se abrió, y un par de trabajadores entraron. Eran dos hombres de aspecto rudo, con sombreros de vaquero y botas de cuero, ambos con la piel bronceada por el sol y las manos fuertes por el trabajo duro.
—Buenos días, Tomás, Carla —saludaron, ambos con voces graves.
Carla les respondió con una sonrisa cálida, y Tomás levantó la mano en señal de saludo.
—¿Están listos para otro día de trabajo? —preguntó Tomás, mientras los observaba.
—Listos como siempre —respondió uno de los hombres, mientras se sentaba en una de las sillas y sacaba un pan de la cesta en la mesa. —¿Nos necesita para algo, Tomás?
—Sí, necesito que se encarguen de los establos y revisen los caballos. Ha sido un par de días desde que los chequeamos bien. Además, Violet puede necesitar ayuda para familiarizarse con el lugar —dijo Tomás, mirando hacia mí.
Ambos trabajadores me miraron con curiosidad, pero no dijeron nada más. Luego, Carla se levantó para darles una indicación sobre un par de cosas que necesitaban hacer en la casa.
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Editado: 22.02.2025