Lavanda Y Cuero

CAPITULO 9

El sol se alzaba en el cielo, iluminando todo el rancho con su luz cálida. Aquel lugar, aunque tranquilo, seguía siendo tan extraño para mí. La serenidad del campo, el murmullo del viento entre los árboles y el canto lejano de las aves me ofrecían una paz que necesitaba, pero algo dentro de mí seguía inquieto. Aún no podía acostumbrarme completamente a estar aquí, alejada de la ciudad y de todo lo que conocía.

Decidí que al menos ese día intentaría encontrar algo en el paisaje que pudiera inspirarme. Desde que era pequeña, siempre había recurrido a mi cuaderno para volcar mis pensamientos y mis emociones. Ya fuera para escribir cuentos o reflexiones, había algo en la escritura que me hacía sentir más conectada conmigo misma.

Tomé mi cuaderno, buscando las palabras que me ayudarían a poner en orden todo lo que sentía. Me dirigí al campo, siguiendo un pequeño sendero que se perdía entre la hierba. El aire fresco me acarició la cara, y poco a poco, me fui adentrando más y más en el terreno de los abuelos. Llegué a una sombra tranquila, debajo de un gran árbol que se erguía como una especie de guardián silencioso. Me senté en el suelo, apoyando mi espalda en el tronco grueso, y saqué mi bolígrafo.

Las palabras fluyeron con más facilidad de lo que había anticipado. El lugar tenía algo mágico, algo que invitaba a soñar y a perderse en pensamientos. De vez en cuando miraba las montañas a lo lejos, las cuales se alzaban imponentes contra el cielo azul. Parecía que este paisaje se había grabado en mi memoria como si ya hubiera estado allí antes, como si todo fuera parte de algo más grande.

Fue en ese momento, cuando me sumergí completamente en mis pensamientos y palabras, que algo interrumpió la paz del lugar.

—¿Qué se supone que haces aquí? —una voz grave y áspera me hizo saltar. Mi cuerpo se tensó al instante, y el cuaderno casi se me cayó de las manos. Miré rápidamente hacia adelante, y ante mí, en la sombra de los árboles, apareció una figura alta, con una postura que exudaba desdén.

Era un hombre. Un hombre que parecía salido de una de esas historias de vaqueros en las que los protagonistas eran rudos y de pocas palabras. Su mirada era dura, implacable, como si estuviera acostumbrado a que todo el mundo le temiera. Tenía el cabello oscuro, ligeramente despeinado, y una barba desordenada que le daba un aire aún más intimidante. Llevaba una camisa a cuadros que parecía haberse quedado pegada a su cuerpo por el sudor, y unos pantalones de mezclilla con botas desgastadas. Me miraba como si fuera una molestia, su expresión tan fría que me hizo sentir que no era bienvenida en ese lugar.

—¿Quién eres? ¿Qué buscas aquí? —preguntó, sin ningún tipo de cordialidad. Su tono era rudo, y había algo en su forma de hablar que no dejaba espacio para respuestas que no fueran directas.

Me quedé en silencio por un momento, totalmente sorprendida. Mi corazón aún latía con fuerza por el susto, y por un segundo, no supe qué decir. Pero antes de que pudiera articular palabra, la curiosidad me invadió.

—¿Quién… quién eres tú? —pregunté, tratando de recuperar la compostura. Mi voz aún temblaba un poco, pero intenté parecer más segura de lo que me sentía. No sabía si estaba más sorprendida por su aparición o por la forma en que me había hablado, como si yo fuera la que estuviera fuera de lugar en su propio rancho.

El hombre se cruzó de brazos y me observó por un momento, como si estuviera evaluando si valía la pena contestar.

—Soy Caleb. —Dijo simplemente, como si eso fuera todo lo que necesitaba saber. Su tono no mostraba ninguna simpatía, ni la más mínima intención de hacerme sentir cómoda. Al contrario, parecía más bien molesto por mi presencia. —¿Y tú? ¿Qué diablos haces aquí, y por qué estás escribiendo en mi propiedad?

Me sorprendió la brusquedad de su respuesta, y una pequeña chispa de incomodidad se encendió en mi pecho. Traté de mantener la calma, pero este hombre no parecía nada amigable. No era el tipo de persona que uno podría imaginarse ayudando a alguien en apuros. Era… diferente. Y no me podía quitar de la cabeza que su mirada, su actitud, incluso su forma de hablar, todo en él mostraba que no estaba acostumbrado a la compañía de otros.

—Estoy… estoy en el rancho de mis abuelos. —Dije, levantando la barbilla ligeramente para mirarlo directamente a los ojos, aunque su presencia me intimidaba un poco. —Ellos solían vivir aquí. Vine a quedarme un tiempo.

Caleb pareció dudar un segundo, y por un momento, su mirada se suavizó apenas. No dijo nada durante un largo rato, pero podía sentir que había algo más en sus ojos, algo que se ocultaba detrás de su rudeza. Finalmente, se encogió de hombros, como si no tuviera mucho interés en mí o en mi historia.

—Está bien. —Su voz era baja, casi un gruñido. —Solo asegúrate de no hacer nada raro. No necesitamos más gente que nos cause problemas aquí.

Me sentí aliviada de que al menos no me echara de inmediato, pero no pude evitar notar la forma en que sus palabras seguían siendo ásperas, como si todo lo que tuviera que decir fuera directamente al grano. No había cortesía ni suavidad en su tono. Todo en él era áspero, como las montañas que rodeaban el rancho.

—No tengo intención de causar problemas. —respondí, sin saber si eso lo convencería.

Caleb asintió, dándome una última mirada antes de dar media vuelta y comenzar a alejarse, pero no sin antes soltar una última frase que me hizo fruncir el ceño.




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