El viento soplaba suavemente entre los árboles, haciendo que las hojas susurraran como si fueran voces antiguas que aún rondaban el viejo cementerio. Caminé despacio, con las flores apretadas contra mi pecho, sintiendo que mi corazón latía más fuerte con cada paso. El sendero de tierra me llevó hasta donde estaban ellos, mis abuelos, bajo la sombra de un roble viejo que parecía haber crecido junto con sus historias.
Me arrodillé junto a las tumbas, colocando las flores con cuidado, acomodándolas para que la brisa no se las llevara tan rápido.
—Hola, abuelos —susurré, sintiendo que el nudo en mi garganta se hacía más grande—. Hace tiempo que no vengo, pero... pero hoy sentí que tenía que hacerlo.
Me quedé en silencio un momento, observando las letras talladas en la piedra. El nombre de mi abuelo, Walter Sinclair, todavía se veía firme, como si su presencia aún se mantuviera fuerte en este lugar. Y el de mi abuela, Eleanor Sinclair, justo a su lado, con la misma calidez que ella me transmitía cuando estaba viva.
—Hay tantas cosas que quisiera contarles —dije con la voz temblorosa—. Cosas que... que no sé cómo afrontar. Sé que no pueden responderme, pero a veces siento que, si hablo aquí, de alguna forma me están escuchando.
Respiré hondo y bajé la mirada, deslizando mis dedos sobre la hierba.
—Estoy embarazada —solté de golpe, y un suspiro escapó de mis labios—. No lo planeé, no lo esperaba, y la verdad... la verdad es que tengo miedo. Mañana tengo una cita con el doctor para ver cómo va todo, y no sé qué sentir al respecto. No sé si estoy lista para esto. Quisiera que estuvieran aquí, que me dieran un consejo, que me dijeran qué hacer...
El viento pareció intensificarse por un instante, como si de verdad me estuvieran escuchando. Me froté los brazos, tratando de calmar el escalofrío que recorrió mi piel.
—Sé que no puedo volver atrás. Esto ya está pasando, y debo afrontarlo. Pero hay momentos en los que me siento tan sola, abuelos. Tan... perdida. Y luego está Caleb.
Me reí sin humor y sacudí la cabeza.
—Ese hombre... No sé qué hacer con él. No sé qué hacer con lo que siento cuando lo veo. He tratado de evitarlo, de evitar pensar en él, pero es inútil. Está en todas partes, en mi cabeza, en mi pecho... y odio eso. Odio que tenga tanto poder sobre mí sin siquiera intentarlo. Es frustrante.
Me pasé las manos por el rostro y solté un suspiro cansado.
—Pero eso no importa ahora. Lo importante es la granja. Quiero mejorarla, hacer que vuelva a ser lo que era cuando ustedes la manejaban. Quiero que estén orgullosos de mí, quiero demostrar que puedo hacerlo. Sé que Caleb piensa que no tengo idea de lo que hago, y tal vez tenga razón, pero voy a aprender. No me voy a rendir.
Me quedé en silencio por un rato, simplemente sintiendo la paz del lugar, dejando que la nostalgia me envolviera. Cerré los ojos y apoyé la cabeza contra mis rodillas, tratando de absorber algo de la calidez de mis recuerdos.
Pero entonces, escuché pasos detrás de mí. Firmes, seguros, como si pertenecieran a alguien que no tenía dudas de a dónde iba. Me tensé, ya sabiendo quién era antes de siquiera girarme.
—No esperaba encontrarte aquí —dijo Caleb con su voz grave.
Me enderecé y limpié rápidamente mis mejillas con la manga de mi blusa, tratando de recomponerme antes de mirarlo. Él estaba ahí, sosteniendo un pequeño ramo de flores silvestres, mirándome con esa expresión inescrutable que tanto me irritaba.
—Yo tampoco esperaba verte —respondí con más frialdad de la que sentía.
Se acercó lentamente, con su típico andar relajado pero imponente, y se detuvo frente a las tumbas. Se inclinó y dejó las flores junto a la de mi abuelo, acomodándolas con la misma precisión con la que manejaba su ganado. Me sorprendió el gesto, pero no lo comenté. En su mundo, los actos hablaban más que las palabras.
—Eran buenos amigos —dijo después de un momento, sin mirarme—. Tu abuelo y yo. Lo respetaba mucho.
—Lo sé —respondí suavemente—. Él también te respetaba.
Caleb asintió levemente, con la mirada fija en la tumba, como si estuviera viendo algo que yo no podía ver. Luego, su mirada finalmente se encontró con la mía.
—¿Estás bien? —preguntó, y su voz tenía un matiz que no esperaba. No era simple cortesía. Era genuino.
Quise mentir, decir que sí, pero las palabras se atoraron en mi garganta. En su lugar, solté un suspiro y desvié la mirada.
—No lo sé, Caleb. No lo sé.
Él no insistió. Solo se quedó ahí, en silencio, dejando que el viento hablara por nosotros. Y, por primera vez en mucho tiempo, su presencia no me molestó. No me incomodó. Por alguna razón, me hizo sentir... menos sola.
Editado: 18.03.2025