Lazo de Plata

Capítulo 1

¿Alguna vez has pensado en lo relajante que es romper un papel? 

¿No? Pues te pierdes de la terapia más efectiva del mundo y es mejor si son libros. 

Él le daba vueltas a la gorda enciclopedia, era de color verde, el mismo verde del musgo que cubría las columnas que estaban a los alrededores de las ruinas donde vivía; sobre ese cuero verde se lucían unas pretenciosas letras doradas, las que le traían a la cabeza la imagen de unos pequeños insectos dorados que iban a molestarlo cada noche, justo en el momento que se ocultaba el sol. 

El musgo olía mal y los insectos eran un dolor de cabeza, por lo que no tardó en sentir un ilógico sentimiento de desprecio hacia ese libro.  

Primero lo abrió y se permitió ojear un poco le que decían las paginas, pero en realidad no leía, solo veía las palabras sin reparar en lo que podrían significar.  

Sin avisar, tomó con delicadeza una de las páginas y la arrancó. 

Ese primer acto fue seguido de otro un poco más violento, ya no tomaba cada página con el mismo tacto antes de desprenderla del libro; tomaba con fuerza tantas hojas como pudiera y las rompía sin pensarlo. A ese paso terminó destruyendo la enciclopedia en menos de tres minutos. 

Y créanme que no estaba satisfecho. 

Por eso, siguió con su destrucción, sacaba libros de las estanterías y arrancaba puñados de hojas. Papeles adornaban el suelo en medio de esta masacre literaria. Y eso fue lo único que pasó por un buen rato. Tomar un libro, romperlo, seguir con otro. 

Bueno, no es como si tuviera algo mejor que hacer. 

Y tan pronto como empezó, así terminó. De repente, ya no estaba interesado en las hojas que estaba rompiendo; necesitaba algo más. Levantó la mirada para escanear la biblioteca en busca de algo con lo que pudiera distraerse. 

Dos llamativas aguamarinas analizaban cada rincón, atentas a cada detalle y pobre del objeto que capte la atención del joven, pues ese sería su último día de existencia. Ese objeto resultó ser una lampara que reposaba en una de las doradas y sucias mesitas que se encontraban repartidas por todo el salón. Había escuchado decir alguna vez a las criadas lo hermosas y antiguas que eran. 

«Sería una verdadera lástima que esa “invaluable” lampara se estropeara» 

Caminó hasta el rincón donde se encontraba la lampara, la tomó entre sus manos para después, con una sonrisita maliciosa, estrellarla contra la estantería de donde sacaba los libros. 

Respiró profundo, por fin estaba satisfecho. 

Se dejó caer en el suelo cubierto por una alfombra, para su gusto, muy fea. Esos arrebatos destructivos cada vez eran más frecuentes para calmar sus emociones y es que estar encerrado en unas ruinas no era el mejor ambiente para un adolescente con complejo de terremoto y más si está solo. 

El lugar podría ser genial si no fuera la maldita jaula en la que lo habían encerrado; lo tenía todo. Para empezar, era enorme, no tenía nada que envidiarle a un palacio; en cada salón, hasta en el más pequeño entrarían al menos ciento cincuenta personas sin ningún problema. Segundo, había de todo: ropa para quien quiera disfrazarse, oro y cosas valiosas para quien quiera hacerse el millonario, una parte natural con arroyo incluido para los amantes de la naturaleza; y podría seguir y seguir nombrando cosas.  

Un lugar salido de un cuento de hadas... 

Pero la magia se esfumó después de unos años, conocía cada pequeño detalle de esa edificación. Había recorrido sus pasillos miles de veces y ya no le parecía un castillo interminable. Nunca sucedía nada nuevo, hasta los libros que quien los viera por primera vez pensaría que no le alcanzaría la vida para leerlos todos. 

Él los leyó desde que supo leer y ya se los acabó.  

Recostó su cabeza en la pared, estaba cansado de ser su prisionero, pero por lo menos ahora era consciente de eso. Hasta hace unos pocos años pensaba que todo eso era normal, que ese lugar era su hogar y nada malo pasaba. No podía comprender como pudo ser tan ciego, la realidad estaba frente a él y no era capaz de verla. 

Él confiaba en ellos y lo que más le dolía de todo ese espectáculo, es que su hermana también creía que todo estaba bien. 

Ambos siempre creyeron que todo mejoraría, que si eran buenos y colaboraban podrían estar juntos. Eso era lo que les decían. No hace falta aclarar que nunca lo cumplieron. 

«Nos mintieron y nosotros muy inocentes les creímos» Pensó con amargura. 

Miró la biblioteca y sintió impotencia. Era un joven que en pocos años entraría en la vida adulta, era sano y desperdiciaba su vida en ese lugar. Además de una terrible idea que ya se estaba volviendo una realidad, pero se negaba a aceptarla. Ambos se negaban. 

Tal vez nunca puedan volver a verse. 

—Maldito sea el día en que llegaron a nuestras vidas —dijo entre dientes. 

Se levantó, estaba cansado y necesitaba respirar aire fresco. 

*** 

El olor dulce de las frutas era lo primero que notabas al llegar a ese lugar, pero que se podía hacer, el jugo de esos frutos era muy oloroso, pero era el que más pigmento tenía. 

Los lanzaba a la pared más grande de las afueras de su “hogar”. Hojas, flores, frutas aplastadas y telas desgarradas que seguramente pertenecían a las cortinas, todas formaban un cuadro muy colorido. No se veía una imagen específica, en verdad, no tenía una imagen ni un significado; solo eran un motón de cosas que se veían bien juntas y la hacían sentir bien. 

Necesitaba sacar lo que tenía entre pecho y espalda, sentía que si no lo hacía enloquecería. Remodelar el templo a su manera era una forma de sentir que tenía el control de su vida, de distraer su inquieta mente. 

Dejó de arrojar cosas a la pintura para poder admirarla mejor. Parecía exactamente lo que era, el resultado de estrellar y pegar cada cosa que una persona aburrida se encontró y pensaba que combinaban. Una muestra de locura. 




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