Lazos Corrompidos | 0.5

Capítulo 07

Capítulo 07

Señor «no me importa nada»

He pasado los últimos días en el jardín. Sólo entro a la fortaleza cuando está Maximilian presente. De lo contrario, siento aún más pesada la soledad. El espacio allá adentro es tan enorme, pero tan silencioso que me causa pavor. No quiero tener más miedo. No quiero sentirme aún más sola.

Después de la comida, cuando el sol está en lo alto y puede sentirse un ardor sobre la piel, Ana viene a casa y tomamos una taza de té mientras charlamos. Es una mujer de 618 años. Tiene muchas anécdotas qué contar. Y me encanta oírla. Es esa clase de amiga que te cuenta con lujo de detalles cada anécdota y con tal emoción que te hace sentir todo lo que transmite en cada fibra de tu propio cuerpo como si lo hubieses vivido tú misma en carne propia. Se vuelve un recuerdo vivido.

Este día en particular, aún no es momento de que Maximilian se presente a comer. Eva se ha acostumbrado a que no me muevo de aquí ni un momento, al igual que Akon, que ya no se pasan toda su vida vigilándome. Lo que es una ventaja para mí. Quiero salir de aquí. Pero sin ellos. Sin que le aviasen a Maximilian todo el tiempo en dónde nos encontramos, o qué estoy haciendo. Si he dado cinco pasos o 10. Estoy cansada de sentirme encerrada y abandonada. En los días que me he mantenido ocupada en el jardín he planeado como escaparme sin ser vista. Y hoy es el día en que lo pondré en marcha.

Poco a poco me deslizo por los arbustos pegados al enorme muro hasta la parte lateral derecha de la fortaleza. La parte que sólo tiene un ventanal y es en la parte baja en el salón principal. Cuando sé que nadie me está viendo me transformo y cruzo el muro sumergiéndome en el bosque. Vuelo hasta el patio de Ana que por suerte, también está lleno de enormes pinos. Cuando salgo al jardín del frente tratando de tranquilizar mi respiración agitada un hombre se da cuenta de mi presencia.

—¿Señora Beaumont?

—Hola… eh, sí… busco a la señora Abellán—respondo, ansiosa y avergonzada.

Él sonríe.

—En un momento le aviso que usted está aquí—asiente. Deja sus tijeras de jardinero sobre el césped y corre hacia la enorme mansión.

Espero poco cuando Ana aparece deslizándose cómo un susurro en el viento.

—Cassy, querida, ¿qué haces aquí? —observa cómo mi pecho sube y baja.

—Ana, hola—saludo, apresurada—. ¿te encuentras ocupada?

—Para nada. Estaba en el salón, muriéndome de aburrimiento—dramatiza.

—Perfecto—sonrío—, ¿qué te parece si vamos al centro de compras? —mi voz suena ajetreada.

Ella ensancha su sonrisa.

—Jamás le diría que no a ir de compras. Iré por mi bolso. ¿Iremos en tu limusina?

—Eh no…

—Ya entiendo—se ríe cuando se da cuenta de que en verdad estoy sola en su jardín—. Iremos en la mía.

Segundos después ya nos encontramos arriba de su limusina con los vidrios arriba, guardando un silencio inquietante cuando pasamos frente a la fortaleza para que nadie nos escuche. Cuando sé que ya hemos avanzado unas cuadras suelto una risilla nerviosa. Siento como si estuviese escapando de la cárcel, que sí que lo parece.

Cuando llegamos al centro bajamos en una de las calles principales para comenzar a caminar.

—¿Qué se supone que compraremos?

—No lo sé—me encojo de hombros—. Sólo quería escapar de ahí. Pero, te quería solicitar ayuda con algo.

—¿Con qué?

—En unos días será el cumpleaños de Maximilian. Quisiera preparar una fiesta. Pero no sé cómo…

—Yo te ayudaré. No te preocupes por ello—sonríe—. Iremos por el banquete primero. Es lo importante. Después, pasaremos a la decoración del salón. ¿En dónde será?

—En la fortaleza, claro. Pero el personal puede preparar el banquete.

—Muy bien. Pues eso. Entonces, la música. ¿Qué música le gusta?

—Piano o violín.

—Buen gusto—señala.

Continuamos caminando por la calle principal unos cuantos metros cuando veo que la limusina que me es familiar aparca a nuestro frente a gran velocidad. Maximilian baja de la parte trasera a toda velocidad. Cuidando de no levantar sospechas para quien no es como nosotros. Cuando veo su rostro fruncido y tenso doy un paso hacia atrás y me aferro al brazo de Ana.

—Señorita Abellán—saluda a Ana con un tono frío.

—Buenas tardes, señor Beaumont.

Su mirada se clava en mí, y puedo sentir el ritmo frenético de su respiración, el ascenso y descenso de su pecho como olas agitadas por una tormenta interna.

—Cassy, sube al auto.

—Pero…

—Que subas al auto, Cassidy—ordena—. Vamos a casa.

—No parece ser tu casa—me enfurruño—. Y honestamente, querido, yo tampoco la siento como mía—murmuro, con la tristeza latiendo en cada palabra. Me doy cuenta demasiado tarde de la confesión que hago como para poder retractarme—. He venido con Ana. No la puedo dejar aquí, botada—respondo con firmeza, sosteniéndole la mirada—. Regresaré con ella.




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