Las montañas del sur eran más antiguas que cualquier reino. Sus cumbres, ocultas siempre entre nubes y nieve, eran consideradas sagradas por algunas manadas… y malditas por otras.
En el corazón de esa cordillera se alzaba el Inframonte, un coloso hueco que albergaba una prisión ancestral: una red de cámaras subterráneas selladas con runas hechas con la sangre de los primeros alfas. Allí estaban confinadas las criaturas más peligrosas que alguna vez caminaron entre licántropos: lobos caídos, poseídos, corruptos por pactos con entidades prohibidas.
Pero los sellos… estaban debilitándose.
Los primeros signos llegaron en forma de vibraciones.
Los guardianes del Inframonte —un linaje de lobos silenciosos que jamás abandonaban su tarea— comenzaron a escuchar susurros provenientes de las grietas más antiguas.
Uno de ellos, el anciano Oren, descendió a la tercera cámara, donde yacía Thalos, el Devorador de Pactos. Una criatura que había sido Alfa y que, en su locura, sacrificó a su propia manada para obtener poder inmortal. Su cuerpo permanecía atrapado en una prisión de cadenas negras, sus ojos cerrados desde hacía siglos.
Oren sintió el frío invadirle el pecho.
—No puede ser… —murmuró.
Porque los ojos de Thalos se habían abierto.
Y sonreían.
En Liria, Serena notaba la tensión en su propia guardia. Los clanes menores, aunque unidos en apariencia, comenzaban a expresar preocupaciones.
—Las desapariciones continúan —informó Riva, su capitana de confianza—. Y no son solo de nuestro lado. Tres lobos de Thornclaw también han sido reportados como perdidos. No hay rastro. Ni sangre. Ni olor.
—¿Crees que son los Hijos del Eclipse? —preguntó Serena.
—Si lo son… tienen una forma de ocultarse que jamás habíamos visto.
Serena observó la Sala del Alba, donde ahora se reunía su nuevo círculo de guerra, formado por líderes de ambos reinos. Kael estaba allí, apoyado contra una columna, su presencia imponente y silenciosa. Cuando sus ojos se encontraron con los de ella, Serena sintió que su mundo dejaba de girar.
Aquel vínculo los había unido más allá de lo físico. Ahora compartían pensamientos fugaces, emociones inconfesables. Y también visiones.
La noche anterior, ambos soñaron con el mismo lugar.
Un pasadizo de roca que descendía… hacia el Inframonte.
En Thornclaw, el joven Lior, un guerrero prometedor, comenzó a destacarse por su habilidad en la estrategia. Era rápido, audaz y poseía un don para moverse sin ser visto. Kael lo convocó personalmente para una misión de vigilancia en los territorios limítrofes con el sur.
Pero Lior no era quien decía ser.
Sus ojos, aunque azules, tenían un matiz antinatural cuando el sol los tocaba. Su sangre no era pura. Su lealtad no pertenecía ni a Liria ni a Thornclaw. Había nacido en las sombras, criado entre los Hijos del Eclipse, entrenado para infiltrarse, observar… y desestabilizar.
Y ahora que estaba dentro del círculo de confianza, comenzaría a cumplir su cometido.
Una noche, mientras exploraba los registros antiguos de Thornclaw, encontró el mapa que buscaba: la entrada oculta al Inframonte, una que no había sido usada en siglos. Sonrió al encontrarla.
—La prisión se abrirá desde dentro… —susurró.
Serena y Kael decidieron ir personalmente al Inframonte tras recibir informes de un colapso parcial de la entrada principal.
La expedición fue pequeña pero poderosa: Serena, Kael, Riva, un chamán de Liria y dos sabios de Thornclaw. La travesía les tomó tres días, y cada noche, los sueños se volvían más violentos. Voces desconocidas les hablaban en idiomas perdidos, sus propios recuerdos se confundían, y el aire mismo parecía espeso de muerte.
Al llegar, encontraron la puerta agrietada, y el símbolo de la runa principal... roto en dos.
—Esto no fue un temblor natural —dijo el chamán, temblando—. Alguien está despertando a los caídos.
El descenso comenzó. Cada nivel del Inframonte era más oscuro que el anterior. El silencio allí tenía peso. Las paredes susurraban nombres. Algunos, Serena los reconocía: eran los nombres de sus antepasados. Otros… eran suyos, pronunciados como si ya estuvieran muertos.
En la tercera cámara, se detuvieron.
El cuerpo de Oren estaba allí, desgarrado.
Las cadenas de Thalos… vacías.
Y tallada en sangre sobre la piedra, una sola palabra: "Herederos".
Kael y Serena intercambiaron una mirada. Ambos sabían lo que eso significaba.
—No solo buscan el caos —murmuró Kael—. Nos están llamando. A ti… y a mí.
Esa noche, acamparon en la cima de la montaña. La Luna, casi llena, se alzaba sobre un cielo velado por niebla.
Serena se sentó junto a Kael en silencio, ambos envueltos en pieles, vigilando las estrellas.
—Creí que nuestra unión traería paz —dijo ella al fin—. Pero solo ha traído nuevas puertas abiertas.
Kael asintió.
—La paz real no nace de cerrar heridas, sino de enfrentarlas.
—¿Y si no sobrevivimos a lo que se avecina?
—Entonces habremos caído juntos. Pero si vivimos… seremos la razón por la que otros puedan resistir.
Serena tomó su mano. Por un momento, todo el miedo se disipó.
Pero en el bosque, a kilómetros de distancia, Lior observaba desde una rama alta, con una sonrisa torcida. Había entregado su ubicación a la Dama del Humo. Y el ritual… ya había comenzado.
De vuelta en el Monasterio de Virel, los Hijos del Eclipse cantaban en lenguas perdidas. Una pila de huesos ardía en fuego negro, y en su centro, la figura de Thalos se alzaba envuelta en llamas de sombra. Ya no era solo un prisionero: era el Heraldo de la Ruina.
—Los herederos ya caminan —dijo Thalos, su voz deformada—. Y su sangre abrirá el camino.
La Dama del Humo alzó los brazos.
—Entonces que comience la caída de los linajes. Que caigan sus torres, que tiemble la Luna.