El aire en Liria se había vuelto espeso desde la visita al Inframonte. Las nubes no se movían, los árboles murmuraban nombres y los pájaros evitaban sobrevolar el castillo. La Luna roja no había desaparecido del cielo desde entonces.
Y en las noches, Serena no soñaba: revivía.
Estaba en un campo lleno de ceniza. La luna brillaba, enorme, pero no roja. Era blanca… casi dorada. Frente a ella, una mujer de cabello castaño claro, idéntica a Serena, alzaba una espada hecha de hueso y cristal, cubierta de sangre.
—El ciclo se repite —dijo la mujer—. Lo sellé con mi vida. Pero no basta.
La voz de Serena se alzó, como si saliera sola de su garganta.
—¿Eres… mi antepasada?
La mujer asintió.
—Mi nombre fue Elira de la Sangre Luminosa. Fui reina. Fui loba. Fui sacrificio.
Elira tocó la frente de Serena. Un dolor ardiente recorrió su cráneo. Y en un susurro que se sentía como viento y fuego, dijo:
—No eres la primera. Pero serás la última… si no eliges bien.
Serena despertó gritando.
Agitada, ordenó que le abrieran la Sala de los Sellos, una cámara escondida bajo la biblioteca de Liria que solo podía ser desbloqueada por el Alfa legítimo de sangre.
Riva y Kael intentaron detenerla.
—Hay razones por las que esos textos están prohibidos, Serena —insistió Kael.
—Y hay razones por las que nuestras manadas están desapareciendo —replicó ella, firme.
Usó su sangre para romper el sello ancestral. El muro se abrió con un crujido seco, revelando una habitación circular cubierta de símbolos lunares y estanterías antiguas. El aire dentro olía a humedad, tierra… y magia vieja.
Sobre un pedestal descansaba un único tomo: “Lignum Lunaris: El Árbol de la Luna”.
Lo abrió con manos temblorosas.
Las páginas, escritas en tinta de plata, narraban los secretos del linaje real de Liria. No eran simples líderes de manada. Eran guardianes de un fragmento celestial.
En los albores de los tiempos, cuando los lobos aún hablaban con las estrellas, una luna cayó a la Tierra, fragmentándose en siete piezas. Cada pedazo fue entregado a un linaje Alfa.
Pero solo uno de esos linajes fue encargado con el corazón del fragmento: el que contenía la Voluntad Lunar.
Ese linaje era el de Serena.
El libro describía cómo, cada tres generaciones, nacía una heredera marcada con sueños proféticos, capaz de escuchar la voz de la luna y actuar como su emisaria en tiempos de caos.
—“La Reina Sangre Luminosa,” —leyó en voz alta— “que llevará la cicatriz de todas las Reinas anteriores. La que pueda hablar con las memorias y elegir el Fin o el Renacer.”
Serena miró sus propias manos. Desde el sueño con Elira, una línea blanca y brillante recorría su palma izquierda como si su piel se hubiera partido para dejar salir luz.
El legado no era simbólico. Era real.
En lo más profundo de la sala encontró un espejo ennegrecido, tallado en piedra lunar. Cuando lo tocó, su reflejo desapareció… y en su lugar, vio las figuras de todas las Reinas anteriores, alineadas como sombras.
Una por una, murmuraron lo mismo:
—“No se confía en los lazos de sangre… si no se entienden los de la luna.”
Luego apareció la figura de su madre, Lyana, muerta en batalla cuando Serena aún era niña. Pero aquí estaba viva, joven, con lágrimas en los ojos.
—Te protegí del legado —dijo—. Porque sabía lo que costaría. Pero no puedo esconderte más.
—¿Qué debo hacer? —preguntó Serena, temblando.
—Encontrar las otras piezas. Reunir los fragmentos de luna. Y no confiar en nadie que no muestre su luz en la oscuridad.
La visión se desvaneció. El espejo cayó hecho polvo.
Cuando Serena salió de la sala, el mundo parecía más oscuro.
Kael la esperaba. Ella no dijo nada. Solo lo miró, los ojos cargados con siglos de peso.
—No soy solo una Reina —dijo, finalmente—. Soy la llave. Y si caigo… el corazón de la luna caerá conmigo.
Kael asintió.
—Entonces no caerás sola.
Pero en el fondo, ambos sabían lo que se avecinaba.
Las demás piezas del fragmento lunar estaban dispersas. Y algunos… las buscaban para destruirlas.
Thalos había despertado. El linaje estaba expuesto. Y el ciclo de sangre y luna comenzaba a cerrarse.