El aire era más denso en Liria.
Los árboles centenarios se alzaban como columnas sagradas, sus copas cubriendo el cielo como una cúpula de jade. Lysenar era un bosque prohibido, un territorio sagrado que ninguna manada pisaba desde hacía generaciones. Pero el fragmento lunar reposaba ahí. Lo sabían por las visiones, por los susurros que Serena escuchaba en sus sueños desde que activó su linaje.
Kael caminaba a su lado, su cuerpo alerta, su mirada clavada en las sombras que se deslizaban entre los árboles. Serena sentía un cosquilleo en la nuca, un aviso ancestral.
—¿Estás segura de que es aquí? —preguntó Kael, sin detenerse. Su voz era baja, respetuosa del silencio denso del bosque.
—El fragmento llama. Cada paso nos acerca —murmuró ella, con la frente perlada de sudor, aunque el aire fuera gélido.
Lior había insistido en acompañarlos, pero Serena lo había dejado atrás. Algo en su aura se había vuelto turbio desde que anunciaron la búsqueda. Y ahora, al adentrarse en el corazón del bosque, entendía por qué: Lysenar respondía solo a los que llevaban la sangre antigua. Solo ella podía encontrar el fragmento sin perderse.
Kael protegía las espaldas, Serena guiaba el camino.
Avanzaron hasta encontrar el claro. El suelo estaba cubierto de cenizas antiguas, restos de un ritual que había ocurrido siglos atrás. En el centro, una roca blanca emergía como un altar y sobre ella, un cristal pequeño palpitaba con luz roja.
—El fragmento… —susurró Serena.
Al acercarse, los árboles se estremecieron. Las sombras cobraron forma: licántropos oscuros, deformes, ojos rojos brillando como carbones. Los Hijos del Eclipse.
—Nos esperaban —gruñó Kael, transformándose en mitad de un salto.
El combate estalló en segundos.
Kael derribaba enemigos con fuerza bruta, su lobo de pelaje gris rugiendo como una tormenta. Serena, con la sangre activada, invocaba fuego desde sus manos, espirales ardientes que consumían las criaturas enemigas. Pero por cada uno que caía, dos más surgían.
De pronto, una figura emergió entre los enemigos. Era Lior.
—¡Traidor! —gritó Kael.
—No lo entienden… El fragmento corrompe. ¡Debemos destruirlos antes de que los destruyan a ustedes! —rugió Lior, sus ojos envueltos en sombras. Ya no era un lobo. Era algo más oscuro, amalgamado con magia prohibida.
Serena sintió el tirón del fragmento. Se arrodilló ante la roca, ignorando el caos a su alrededor. Sus dedos tocaron el cristal. Un torrente de energía la invadió, imágenes de antiguos Alfas, de reinos perdidos, de una luna dividida cayendo del cielo.
Entonces, todo se detuvo. Una onda de choque se expandió desde ella, empujando a todos a su alrededor.
Cuando Kael se levantó, encontró a Serena de pie sobre la roca, su piel iluminada por una tenue luz carmesí, sus ojos brillando como faros verdes. Lior había huido entre las sombras, herido pero no destruido.
—¿Qué viste? —preguntó Kael, todavía jadeando.
—Esto es solo uno de los tres fragmentos. Y cada uno guarda un recuerdo, una advertencia. Esta guerra… no es nueva. Se ha repetido por siglos —dijo Serena, con voz grave—. Y en cada ciclo, solo una unión real ha logrado detenerla.
Kael la miró en silencio. No como reina. No como enemiga. La miró como igual.
Serena bajó de la roca y guardó el fragmento en un relicario de plata.
—Volvamos. Aún hay mucho que entender… y aún más que enfrentar.
A su espalda, Lysenar cerró su camino como si el bosque mismo supiera que la guerra acababa de comenzar.