La nieve había comenzado a caer en Liria.
Pequeños copos, blancos y fríos, descendían sobre los techos de piedra, cubriendo los emblemas de guerra con una belleza silenciosa. Pero bajo esa calma invernal, todo latía al borde del estallido.
La Guardia de la Medianoche había cruzado el río que marcaba el límite del territorio neutral. No había marcha atrás. El Consejo había declarado a Serena no como reina, sino como amenaza existencial.
Y la luna, roja y alta, parecía observarlo todo desde su trono de sangre.
Kael no durmió la noche anterior al ataque. Desde la cima de la torre, vigilaba el horizonte. Sus soldados estaban preparados, las trampas activadas, los clanes alineados. Pero lo que más lo preocupaba no era el enemigo externo…
Era Serena.
Desde que regresó del Santuario del Eco, había cambiado. Más centrada, sí. Más poderosa, también. Pero distante. Como si hubiera aceptado una parte de sí que ya no era humana, ni loba, sino algo más grande… y más peligroso.
Cuando ella se presentó esa mañana, su silueta imponía. Llevaba una capa negra, bordada con hilos plateados. La corona descansaba con firmeza sobre su cabello castaño claro, y sus ojos verdes brillaban con una intensidad sobrenatural.
—¿Estás lista? —preguntó Kael.
—La luna me juzgará esta noche. No tengo elección.
El enemigo llegó al anochecer.
Las sombras se movieron primero. Tres escuadrones de la Guardia avanzaron en formación triangular, sin una sola antorcha. Las runas en sus armaduras brillaban con luz azulada, neutralizando los conjuros de detección.
Pero Serena los sintió.
No con la vista. No con el oído.
Con los fragmentos.
Una punzada ardiente le cruzó el pecho. Luego la espalda. Y finalmente la cabeza. El tercer fragmento, aún sin reclamar, comenzaba a temblar en algún lugar del norte, como si sintiera que su portadora estaba en peligro.
Cuando el primer escuadrón cruzó la línea de fuego, las trampas se activaron: lanzas ardientes, hechizos de raíces, y explosiones de plata. Pero estos guerreros estaban entrenados para enfrentarse a reinas.
Dos alfas leales cayeron antes del amanecer.
Kael lideró la contraofensiva con ferocidad, destrozando la línea enemiga en el flanco izquierdo, mientras Ilka y Rhian cubrían la retaguardia. Sin embargo, fue en el corazón del asalto donde el verdadero duelo comenzó.
La capitana de la Guardia, Nerezza, apareció entre la bruma, envuelta en una armadura oscura. Su cabello blanco, trenzado con dientes de lobo, caía como una serpiente sobre su espalda.
—Serena de Liria —dijo al verla—. Has dejado de ser reina. Ahora eres una grieta en el equilibrio.
—Y tú eres una sombra obediente —replicó Serena—. No vine a morir esta noche. Vine a demostrar que aún hay elección.
—No tienes elección —gruñó Nerezza.
Ambas corrieron al centro del claro.
La batalla se desvaneció alrededor de ellas. Todo se convirtió en energía, sangre, y gritos silenciosos de poder ancestral. Nerezza blandía una lanza de obsidiana con runas de supresión. Serena no tenía armas. Solo su voluntad… y la luna sobre ella.
Con cada golpe, Serena sentía los fragmentos arder. Uno en su pecho, otro en su espalda, y el más reciente… el que aún no poseía… comenzaba a manifestarse en su mente. Voces, recuerdos, visiones. El pasado de la Reina Olvidada. Los errores que desataron la primera ruptura. El grito de los ancestros.
—¡No eres tú misma! —gritó Nerezza mientras su lanza raspaba la mejilla de Serena—. ¡Esto te está consumiendo!
—¡No me conoces! —rugió Serena.
Con un grito que no fue humano, ni lobo, ni bestia, sino todo eso a la vez, Serena estalló en una ráfaga de energía lunar. Un círculo de fuego y plata la envolvió. Nerezza fue lanzada contra un roble y cayó inconsciente.
Los fragmentos se sincronizaron.
Durante un instante, Serena flotó. Literalmente. Su cuerpo se elevó unos centímetros del suelo. Sus ojos eran dos lunas verdes. Su piel brillaba. Todo el campo de batalla se detuvo. Todos la miraban.
El juicio había comenzado.
El mundo no estaba preparado para esa visión.
En el sur, el Consejo recibió noticias de la batalla a través de un cuervo ensangrentado. Los ancianos intercambiaron miradas preocupadas. Algunos pidieron redoblar los ataques. Otros, por primera vez, hablaron de negociar.
En el norte, los clanes disidentes se dividieron. Algunos lo vieron como señal divina. Otros, como una advertencia.
En el este, una secta secreta, el Cónclave del Cuarto Ciclo, despertó tras siglos de silencio. Habían jurado destruir a quien reuniera los fragmentos. Y ahora sabían su nombre.
Cuando Serena descendió, el campo estaba en silencio.
La Guardia había sido derrotada, pero el precio fue alto. Ilka perdió un brazo. Rhian estaba herida. Varios soldados, muertos. El bosque mismo parecía haber envejecido.
Kael se acercó a ella.
—¿Estás bien?
Ella asintió, pero no respondió de inmediato. Una lágrima cayó por su mejilla. No por dolor. No por miedo.
—Ya no hay vuelta atrás, Kael —susurró—. El mundo me teme. Tal vez tengan razón.
Kael tomó su mano con firmeza.
—Y aún así, te amo.
Y en medio del caos, del poder, del juicio y de la sangre, Serena apretó su mano.
Porque mientras una reina pudiera amar… aún era ella misma.