El aire se volvió más denso al adentrarse en la región umbral. Nada crecía allí. Ni árboles, ni vida. El viento aullaba como si recordara a los muertos, y la tierra se agrietaba como una piel reseca. El sol apenas atravesaba las nubes perpetuas, y la luna, cuando salía, era roja como la sangre.
—Hemos cruzado el límite —dijo Verna, deteniéndose—. De aquí en adelante, la magia se comporta de forma diferente. Reacciona al miedo, al odio, a los recuerdos.
Serena sostuvo el amuleto que perteneció a su padre. Sentía cómo vibraba, como si intentara orientarla.
Kael estaba tenso. En este lugar, el instinto licántropo se agudizaba. Era como si una antigua versión de sí mismo —más salvaje, más primitiva— se despertara.
—¿Qué tanto recuerdas del Monte de las Voces? —le preguntó a Verna.
—Lo suficiente para no confiar en lo que veamos —respondió ella—. Aquí los espíritus no descansan. Aquí, lo que está muerto… aún susurra.
Tardaron tres días en atravesar el umbral. Fueron atacados por lobos sombríos, entidades sin cuerpo que respondían al poder residual de los fragmentos. Una noche, Serena soñó con su madre llorando frente a una tumba sin nombre. Otra, creyó oír a Tharen susurrándole una melodía en una lengua ya extinta.
Elandra mantenía su espada desenvainada incluso al dormir.
—Estamos siendo observados —dijo una noche, con los ojos rojos de vigilia.
Y tenía razón.
El cuarto día, llegaron a la falda del monte. No era como lo habían imaginado. No una cima imponente, sino una garganta profunda, una grieta entre mundos. Las piedras parecían talladas por garras, y en el fondo se alzaba un monolito con símbolos arcanos.
—Este es el sello —susurró Verna—. Aquí fue donde lo encerraron.
Serena se acercó al monolito. El amuleto en su mano latía al ritmo de su corazón. Con cada paso, un recuerdo se activaba en su mente: una risa varonil, unas manos cálidas, una canción con su nombre.
—Papá…
Cuando tocó el sello, el mundo cambió.
El paisaje se desdibujó, y una niebla oscura los envolvió. De pronto estaban en un salón, cubierto de espejos rotos. Las voces rebotaban en todas direcciones. Voces de clanes, de enemigos, de sangre traicionada.
Y al fondo… una figura encadenada, suspendida entre raíces negras y columnas de piedra.
—Por fin llegas —dijo la voz, clara como un arroyo—. Serena.
Ella sintió un tirón en su pecho. No era miedo. Era reconocimiento.
Tharen Vaelor no era un monstruo. Su rostro estaba marcado por el tiempo, pero sus ojos dorados eran idénticos a los de ella. Llevaba una túnica rasgada y cadenas mágicas que brillaban con runas vivas.
—Te he esperado tanto —susurró—. Pero no te mentiré. Lo que descubrirás aquí puede partirte en dos.
—¿Por qué creaste los fragmentos? ¿Por qué fuiste parte del Eclipse?
Tharen bajó la mirada.
—Porque creí que el mundo podía ser controlado… dividido… balanceado. Quería detener el caos, y terminé alimentándolo. El Eclipse me prometió orden. Y cuando vi en tu madre otra forma de esperanza… ya era tarde.
Kael se adelantó.
—¿Y qué quieres ahora?
Tharen lo miró con una tristeza infinita.
—Quiero redención. Quiero que mi hija entienda que no todo lo oscuro es maldad… y que su poder viene de ambas lunas: la de luz… y la de sombra.
Serena no dijo nada. Pero dentro de sí, algo encajó. Como si toda su vida hubiera sido un rompecabezas al que por fin le faltaba solo una pieza.
—¿Qué me hiciste al nacer?
Tharen alzó las manos encadenadas.
—Te protegí. Al fragmentar mi conocimiento, oculté la clave de un ritual que el Eclipse aún desea: la fusión de las dos lunas. Si logran obtener tu sangre y despertar ambos lados… el equilibrio se romperá. Y el mundo no será capaz de resistirlo.
Elandra palideció.
—Entonces la guerra aún no ha comenzado.
—Aún no —confirmó Tharen—. Pero pronto vendrán por ti, Serena. Y esta vez, no se esconderán en la sombra. Vendrán con fuego, política… y aliados que creías tuyos.
El sello empezó a brillar.
La visión se deshacía.
Serena extendió la mano.
—¿Qué debo hacer?
Tharen sonrió.
—Recuerda que no eres solo luz ni sombra. Eres ambas. Y esa es tu fuerza.
El mundo real regresó. Estaban frente al monolito otra vez, cubiertos de escarcha, jadeando.
Verna cayó de rodillas.
—Él… no mintió. El Eclipse se mueve. Ya lo sienten.
Kael sujetó el brazo de Serena.
—Debemos prepararnos.
Serena, aún temblorosa, miró el horizonte. Ya no quedaban dudas. Su linaje no era un misterio, era una advertencia.
Y la guerra de las dos lunas estaba a punto de comenzar.