El silencio de la noche en Liria solía ser apacible, lleno de los susurros del bosque y del distante canto de los lobos. Pero ahora, ese mismo silencio tenía filo. Se sentía como un cuchillo arrastrándose por las paredes del castillo, buscando la carne blanda de la traición.
Serena no dormía.
Desde que los fragmentos comenzaron a resonar entre sí, su cuerpo se comportaba como si una llama silenciosa le recorriera las venas. Había momentos en que la temperatura de su piel se elevaba sin razón, en que sus ojos brillaban bajo la luna sin control, y en los espejos veía fugaces reflejos de sí misma… pero distintos. Versiones de ella con la mirada oscura, o con colmillos afilados.
No se lo había contado a nadie. Aún no.
Kael dormía cerca, en la sala anexa, alerta ante cualquier amenaza. Su lealtad era una constante reconfortante, pero incluso él comenzaba a notarla… diferente.
Elandra llamó a su puerta al amanecer.
—Encontramos algo, mi Reina.
La llevó a una cripta sellada bajo la torre norte. Serena no recordaba haber dado permiso para explorarlas, pero Elandra aseguró que una energía residual de los fragmentos las había activado solas.
Dentro, en las paredes de piedra, había escrituras antiguas talladas con garras. No eran humanas. Tampoco de licántropos modernos.
—Estos símbolos… —Elandra susurró—. Son del linaje oscuro. De los Lobos de la Niebla. Extintos desde hace siglos.
Serena acarició las tallas. Una frase destacó entre las demás, grabada en un círculo cerrado:
“Cuando la sangre de la Reina y la sombra del Traidor se unan, la Luna Roja no será frontera, sino puerta.”
—¿Puerta a qué? —preguntó Kael, que ya había bajado con ellos.
—A otro reino —respondió Serena con voz hueca—. No uno que conozcamos.
Esa misma noche, los informes comenzaron a llegar. Dos de los alfas aliados —Gareth del Norte y Lyra de las Islas Interiores— habían sido encontrados muertos en sus salones. No por enemigos externos. Por sus propios consejeros.
—El veneno no viene del Eclipse —dijo Mirena en la reunión—. Está entre nosotros. Alguien, o algo, está usando el miedo para disolver la alianza.
—¿Y si es Serena? —murmuró Hadrien, alzando la voz sin mirar a la Reina.
La sala se congeló.
Kael se movió un paso hacia él, pero Serena levantó una mano.
—Habla, si vas a envenenar el aire. No lo hagas por mitades.
—Has cambiado. Cada fragmento que tocas te consume más. ¿Cuánto falta para que te convirtamos en lo que juramos destruir?
Serena se acercó lentamente a él. Sus ojos, verdes como un bosque recién herido, brillaban con una intensidad inhumana.
—¿Crees que lo ignoro? ¿Que no siento cómo la magia me muerde por dentro? ¿Cuántas veces he evitado usarla solo para no rendirme al poder?
Hadrien bajó la mirada. Por primera vez, parecía temerle de verdad.
—Yo no nací para reinar desde un trono, sino para evitar que el mundo se parta. Si ustedes no confían en mí, entonces deben elegir: o me siguen, o me detienen. Pero decidan hoy.
Nadie se movió.
Esa noche, Elandra trajo una caja a la cámara de Serena.
—La encontramos en los antiguos archivos sellados. Solo puede abrirla alguien con sangre de Tharen.
Serena la tocó, y la cerradura se disolvió en humo plateado.
Dentro, había una capa negra como la noche… y una carta, escrita con tinta roja.
“A mi descendiente:
Yo no fui traidor por elección, sino por verdad. El linaje que corre en tus venas no es solo humano ni lobo. Es puente entre mundos. Los fragmentos no son armas. Son llaves. Y cuando estén completos, no liberarás poder… sino memoria.
Mi nombre fue borrado. El tuyo lo restaurará.
—T.”
Serena sintió que la sangre se le helaba.
—¿Puente entre mundos? ¿Qué memoria?
—Tal vez —dijo Elandra con voz grave— no estás reuniendo armas para una guerra. Tal vez estás despertando algo dormido
Fuera de Liria, los cielos comenzaron a teñirse de rojo.
Los lobos enloquecían en las aldeas, y las barreras mágicas se debilitaban. Los videntes aseguraban que la Luna no era la misma. Que se movía como si tuviera conciencia.
Y en la frontera del Este, una figura emergió entre los campos.
No era Eclipse.
No era humana.
Sus ojos eran vacíos. Su voz, un eco que se expandía como peste.
—Ha despertado.
Y con esa palabra, el equilibrio del continente comenzó a quebrarse.