La noche cayó sin rugidos, sin vientos, sin advertencias. Solo un silencio antiguo, casi reverente, descendió sobre Liria. Después de días de tormentas rojas, por primera vez, la luna brillaba sin sangre.
Serena observaba desde la terraza alta de la torre occidental. Había perdido la cuenta de cuántas noches había pasado allí, vigilando al cielo como si pudiera encontrar respuestas entre las estrellas. A su alrededor, el aire tenía el sabor amargo del futuro incierto.
Llevaba una capa oscura sobre su vestido de descanso, los bordes de la tela apenas tocando el mármol. La corona descansaba sobre una mesa de piedra cercana, olvidada por un momento. Solo quería ser Serena. No la Reina. No la Portadora. No la Llave.
—¿No duermes? —La voz de Kael llegó suave, como si también temiera romper la calma. Él apareció en el umbral, con una camisa desabotonada y el cabello húmedo. Quizá acababa de salir del baño o del entrenamiento. Quizá no había dormido en días, igual que ella.
—Dormir se ha vuelto un lujo extraño —respondió ella, sin apartar la vista de la luna—. Cada vez que cierro los ojos, lo siento más cerca.
Kael caminó hasta su lado y se apoyó junto a ella. No dijo nada por un momento. A veces, el silencio era el único consuelo.
—¿Temes que te consuma?
—No por mí. Por los demás. Por ti.
Él se volvió hacia ella, tomándola suavemente del mentón para que lo mirara. Sus ojos azules estaban cargados de algo que no era miedo. Era dolor… y amor contenido.
—Serena, si el mundo debe acabar contigo como reina, que así sea. Pero no dejaré que lo enfrentes sola.
Ella cerró los ojos ante sus palabras. Cuando los abrió, una lágrima descendía por su mejilla.
—Nunca te pedí que llevaras este peso.
—Y nunca lo necesité. Lo hice porque tú me salvaste. No como reina… como mujer.
La luna bañaba sus rostros en un resplandor tenue. Serena alzó una mano y la colocó sobre el pecho de Kael. Sentía el latido bajo su piel, firme, constante. Humano.
—¿Qué somos, Kael?
—Lo que sobrevive cuando todo arde.
Ella lo besó entonces. Lento, como quien camina por primera vez descalzo sobre tierra sagrada. No había deseo urgente, sino una entrega silenciosa, una confesión sin palabras. Él respondió con la misma profundidad, como si supiera que ese instante sería un faro en la tormenta por venir.
Se recostaron juntos sobre las mantas que Kael había traído en silencio. En esa terraza, rodeados por la noche y las llamas lejanas de un mundo en ruinas, se despojaron de títulos, de responsabilidades, incluso de temores.
Solo quedaron ellos.
Piel contra piel. Alma contra alma.
Serena tembló cuando él la tocó, no por frío, sino por la verdad que traía el contacto: todavía estaba viva. Todavía podía sentir. Y Kael la adoró como si ese cuerpo marcado por fragmentos antiguos fuera el corazón mismo del universo.
Después, mientras ella yacía entre sus brazos, con el rostro sobre su pecho, preguntó con voz apagada:
—¿Y si no puedo detenerlo? ¿Y si Aetheryon me rompe?
Kael besó su frente.
—Entonces lucharé por cada pedazo tuyo. Incluso si son cenizas.
Esa noche, la luna no sangró.
Porque por un instante, el amor fue más fuerte que la profecía.
Y el mundo, por breve que fuera, recordó cómo era respirar sin miedo.