La niebla caía densa sobre el Valle de los Ecos. Donde antes el viento traía aromas de fuego y guerra, ahora solo quedaba silencio. O eso parecía. Porque en la bruma... una voz persistía.
Kael caminaba solo entre los altos pinos, cada paso dejando huella en la humedad del suelo. Habían pasado siete lunas desde la partida de Serena, y aunque los clanes comenzaban a reconstruir bajo el mandato provisional de Elandra, él seguía vacío, como si cada rincón de su alma hubiera sido hollado por el sacrificio de ella. La luna llena ya no traía calma. Ahora, solo recordaba.
En sus sueños, la escuchaba. No como antes. No como una amante, ni una reina, sino como un susurro antiguo, profundo, que retumbaba con el eco del universo mismo:
—No olvides quién eres.
Ese mensaje lo perseguía. Lo repetía el agua al correr. El viento al rozar los árboles. Incluso el fuego de su habitación parecía arder con una cadencia extraña, como si su chispa respondiera a un corazón lejano, uno que ya no latía en este mundo.
Los sabios del norte advertían que los fragmentos podían haber dejado una resonancia, una parte del alma de Serena dispersa en el tejido de la realidad. Al principio, Kael no les creyó. Era una idea poética, quizá, pero peligrosa si alentaba esperanzas. Hasta que el lago de Elaran empezó a congelarse en pleno verano, formando un patrón: el símbolo real del linaje de la Reina Eterna.
No era solo un mensaje. Era una llamada.
Elandra lo convocó en secreto aquella misma noche. Las paredes de piedra del santuario retumbaban con murmullos antiguos mientras el incienso marcaba los límites del espacio ritual.
—Algo ha despertado en la frontera sur —le dijo, con los ojos oscuros por el cansancio y el peso del nuevo gobierno—. No es oscuridad. Pero tampoco es del todo luz.
Kael mantuvo la mirada fija.
—¿Podría ser ella?
—O algo que intenta serlo —replicó la anciana.
No tardaron en organizar una partida. Los clanes no lo sabían, pero Kael partía con una misión personal. El rostro que amaba seguía vivo en su memoria, pero algo en su sangre le decía que no solo era recuerdo. Que la conexión aún latía.
Viajaron tres días bajo cielos extrañamente silentes. Las aves no volaban. Los animales se mantenían ocultos. El grupo acampó en las colinas del Exilio, un lugar donde ni las raíces crecían con normalidad. Al amanecer del cuarto día, encontraron algo imposible de describir.
Una figura envuelta en neblina, alta y delgada, sin rostro visible, sin voz audible… pero que provocaba lágrimas en los ojos de los lobos ancianos que la acompañaban. Nadie se atrevía a hablar. Kael se aproximó, aunque el aire se volvió más denso con cada paso.
Uno de los ancianos murmuró con reverencia:
—Ella me habló… dijo que aún no ha terminado.
Esa noche, Kael se separó del grupo. Caminó hacia el claro donde la figura permanecía. La niebla parecía respirar, viva y expectante. Su corazón latía con fuerza, no por miedo, sino por reconocimiento. Algo en ese lugar le era familiar.
Cuando estuvo a escasos metros, la figura no se movió. No respiraba. No emitía sonido. Pero el silencio comenzó a temblar… y una ráfaga de memorias lo golpeó.
Serena. Niña, temerosa en su primer ascenso al trono. Serena luchando con la duda. Serena tomando su forma de Reina Eterna. Serena sellando su cuerpo como prisión para una entidad ancestral.
Luego, una imagen distinta: Serena en una llanura suspendida en el vacío, luchando contra una sombra sin nombre, algo aún más antiguo que la Reina Eterna, con ojos como pozos de muerte. Una entidad que susurraba verdades absolutas, que no podía ser destruida… solo contenida.
Kael cayó de rodillas.
—¿Estás viva?
Una brisa cálida acarició su mejilla. En el aire, la niebla se separó brevemente, dejando ver letras dibujadas con vapor:
“Resiste.”
Una sola palabra. Pero lo decía todo.
Volvió al campamento sin decir una palabra. Elandra lo observó desde el otro lado del fuego. Sabía. En el fondo, todos sabían. Serena no estaba viva en el sentido humano, pero su voluntad permanecía anclada al mundo. Lo suficiente para advertir. Para actuar.
Esa noche, los ancianos decidieron sellar el claro. Declararlo sagrado. Ningún clan podría pisarlo sin permiso del círculo lunar.
Pero Kael no podía conformarse. No aún.
Convocó a los líderes de los clanes, uno por uno. Les habló de la presencia, de la advertencia. Algunos lo creyeron. Otros lo llamaron un hombre quebrado por el amor.
Fue entonces cuando los signos empezaron a multiplicarse.
El cielo tomó un tono púrpura durante un eclipse inesperado. Los niños comenzaron a dibujar el rostro de Serena en sueños. Las aguas del río más puro empezaron a oscurecerse, solo durante la noche. Y el árbol del Alba dejó de florecer.
La magia, el alma del mundo, reaccionaba. Serena había sido su conducto. Ahora, sin ella... el mundo estaba en desequilibrio.
Pero Kael comprendía algo más: esa figura en la niebla no era solo Serena. Era lo que venía. Un eco de lo que ella había contenido. Una señal de que su lucha continuaba más allá del velo. Y de que lo que estaba sellado podría estar buscando una nueva grieta.
Una nueva era se asomaba. Serena, aún ausente, marcaba el ritmo de los días. Su sacrificio no fue solo el final de un ciclo, sino el nacimiento de una guerra aún más antigua. Una que se libraría entre planos. Entre realidades.
Y Kael, el guerrero que una vez juró protegerla, sabía que su destino no era reconstruir el mundo… sino preparar a todos para cuando ella regresara. O para cuando la sombra lo hiciera primero.