Lazos De Sangre Y Luna

Capitulo 37: El legado del Eco

300 Años Después.

Tres siglos pasaron desde el sacrificio de Serena. El mundo que conoció ya no existía. Las tierras habían cambiado, los clanes se dividieron y se fundieron en nuevas castas, y los nombres de la Reina Eterna y de Kael se convirtieron en leyendas contadas junto al fuego, envueltas en exageración y misterio.

La Torre del Bastión había caído durante la Segunda Ruptura, un cataclismo mágico que fracturó la región central y liberó antiguas energías contenidas en las ruinas de los Fragmentos. En su lugar se alzaba ahora la Ciudad de Lumenor, corazón de un nuevo orden y sede de la Universidad de los Ecos, una institución que buscaba estudiar y preservar lo que quedaba de la antigua sabiduría.

Regida por la Asamblea de las Doce Lunas, Lumenor era un cruce de saberes, razas y linajes. Pero en los pasillos más ocultos de sus bibliotecas, algunos aún custodiaban documentos antiguos... y entre ellos, la profecía de la Herencia de Sombras.

En una sala oculta bajo la Universidad, donde la luz natural no alcanzaba y el aire olía a cera y humedad ancestral, una joven investigadora descendía por una escalera de piedra cubierta de runas. Su nombre era Sariah Veyran, y su sangre llevaba dos herencias: la de las brujas de la línea del Alba, y la de los cambiaformas de las Llanuras del Sur. Un linaje inusual. Peligroso.

Colgando de su cuello, sobre su pecho, brillaba un cristal rojo con una runa olvidada, heredado de su madre. Decían que solo latía ante la verdad.

Sariah había sido marcada desde su nacimiento. Su madre le contaba que cuando ella lloró por primera vez, la luna cambió de color. Que en sus sueños hablaba con una mujer vestida de fuego y plata. Y que a veces, al dormir, sus ojos brillaban como esmeraldas antiguas. La comunidad mágica temía hablar de ello. Pero en los corredores subterráneos del saber, su nombre comenzaba a resonar.

Durante meses había seguido pistas fragmentadas: mapas incompletos, textos censurados, estatuas sin nombre. Todo la conducía a un solo término: Eco del Eco. Nadie sabía qué significaba. Hasta que encontró el libro.

Era un códice sellado con un hechizo de sangre. Al romperlo, la imagen la invadió por completo: un recuerdo tan real que dolía.

Era el niño de la visión que Kael tuvo, trescientos años antes. De pie frente a un altar, con los ojos verdes llenos de rabia y compasión, con una runa que palpitaba en su pecho. Era él... y también era ella. El símbolo del equilibrio que nunca se cumplió.

Pero había más. La visión se expandió como un río desbordado: vio a Kael arrodillado en un valle cubierto de cenizas, su espada rota. Vio a Serena encerrada en una prisión de luz, mirando hacia el mundo con tristeza, pero también con esperanza. Y detrás de todo... una figura sin rostro. Oscura. Antigua. Paciente. De su cuerpo salían raíces que se extendían hacia el pasado, y sus ojos... no tenían fin.

Sariah cayó al suelo, temblando. Cuando volvió en sí, la joya de su cuello latía con un ritmo irregular. Y al alzar la vista hacia el espejo ritual del archivo, su reflejo no era el suyo.

Era el de Serena. Serena en su forma final. Serena con la luna rota a su espalda y fuego en los ojos.

—Ha comenzado —susurró Sariah, con voz ajena—. El mundo aún no sabe lo que duerme.

Desde las sombras del pasillo, dos figuras encapuchadas observaron la escena. Habían seguido sus pasos desde semanas atrás. No eran humanos del todo. No eran tampoco espectros.

—Es ella —dijo uno, su voz llena de vértices.

—Sí —respondió el otro—. El eco ha despertado. Y con él... la última guerra.

Sariah abrió los ojos, completamente lúcidos. Por primera vez en siglos, la sangre y la luna cantaron al unísono. Y el canto... no era una súplica.

Era una advertencia.




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