La noche cayó sobre el Templo de los Veladores sin previo aviso. No hubo brisa. No hubo estrellas. Solo un susurro, leve, como el roce de hojas secas, que atravesó el aire como una advertencia ancestral.
Sariah sintió la perturbación antes de que ocurriera. Despertó empapada en sudor, con el símbolo del ojo invertido ardiendo tenuemente en su pecho. El eco no le hablaba esa vez. El silencio era aún más ominoso. Era como si el mundo contuviera el aliento, a la espera de algo que no podía detenerse.
Corrió hacia el mirador norte del templo. Desde allí, vio las luces en el horizonte. Pero no eran antorchas.
Era fuego.
—¡Aleria! —gritó—. ¡Kaelen!
Los líderes del Consejo corrieron junto a ella. Las campanas de los veladores, que solo se tocaban en caso de una amenaza real al equilibrio, comenzaron a sonar por primera vez en siglos.
Una sombra se acercaba al templo.
Y no venía sola.
Cuando el enemigo llegó, no venía armado con espadas ni bestias. Llegó con palabras.
Una figura femenina caminaba al frente, envuelta en una capa de humo gris que no se disipaba. Cada paso que daba secaba la hierba, agrietaba la piedra. Su presencia no era física, pero su poder resonaba como una verdad olvidada.
Era Virelya Vaarn.
—¿Acaso no es irónico que nos encontremos aquí? —dijo con voz calmada, casi maternal—. En el lugar donde Serena selló las memorias que se negaba a enfrentar.
Sariah descendió las escalinatas. Su mirada era fuego contenido.
—Este lugar protege la verdad. No la omite.
—¿Y quién decide qué es verdad, niña? —preguntó Virelya, alzando una mano—. ¿Tu linaje? ¿Tu herencia? ¿Tus sueños? ¿O tus miedos?
Detrás de Virelya emergieron figuras encapuchadas, de túnicas negras con bordes dorados. Algunos tenían marcas de sangre en los ojos. Otros, símbolos antiguos en el pecho. Todos portaban una misma insignia: tres lunas negras unidas por un hilo de sombra.
—Los Luministas Oscuros —susurró Elandra, pálida—. Están vivos...
—No —corrigió Virelya—. Han renacido. Y esta vez no serán silenciados por ninguna reina ni heraldo.
Sariah reunió a sus fieles. Veladores, guardianes, sabios y descendientes de los clanes. Formaron un círculo protector alrededor del templo. Las columnas del santuario comenzaron a brillar con símbolos sagrados, despertando los sellos dormidos por siglos.
Pero antes del choque, una figura se adelantó desde el bando enemigo.
Sariah lo reconoció de inmediato.
—No…
Era Orryn, antiguo consejero de Serena. Uno de los últimos guardianes vivos del primer pacto. Había guiado a Sariah cuando era niña. Le había enseñado el equilibrio de la sangre y la luna.
—No puede ser tú —dijo ella, con voz quebrada.
Orryn bajó la capucha. Sus ojos estaban vacíos, pero no eran ciegos. En ellos vivía una sombra que no era suya. Y sin embargo, él la permitía.
—Yo serví a una reina que destruyó el futuro por miedo al cambio —dijo con voz firme—. Tú repites su error.
—Ella salvó el mundo.
—¿Y tú qué has salvado? —replicó—. ¿Un recuerdo glorificado? ¿Una versión que te contaron?
Sariah dio un paso al frente.
—¿La corrompió ella… o tú la elegiste?
Pero Orryn no respondió.
Se limitó a extender las manos, y del suelo surgieron raíces negras como brea, contaminadas con la misma energía del plano del velo. Memoria convertida en arma.
El combate no fue físico. Fue espiritual.
Las mentes de los presentes comenzaron a ser atacadas por visiones falsas: traiciones que nunca ocurrieron, palabras jamás pronunciadas, heridas que no sanaban. Virelya no atacaba con acero: lo hacía con incertidumbre, con mentiras elaboradas tan vívidas que se sentían verdaderas.
Los veladores comenzaron a caer, no por heridas, sino por duda.
Sariah cerró los ojos. Recordó su entrenamiento. Recordó la llama blanca que una vez enfrentó al eco.
La convocó.
De su pecho, el símbolo de la Sangre y la Luna resplandeció. La luz se expandió en forma de círculo, disolviendo las ilusiones más débiles. Algunos combatientes recobraron la cordura. Otros se aferraron a ella como náufragos.
Pero la voz de Virelya no cesaba.
—¿Cuánto de lo que eres fue elegido por ti… y cuánto fue programado en tu sangre?
—Lo suficiente para saber quién soy —respondió Sariah—. Y quién no quiero ser.
En medio del caos, Virelya extendió ambas manos hacia el cielo. Del firmamento descendió una estructura fantasmal: un espejo gigante, compuesto de fragmentos de historia manipulada. Cada trozo contenía una versión distinta de Serena, Kael, Sariah, incluso de Orryn.
—Este es el Espejo de lo Posible —dijo la bruja—. Si lo atraviesas… el mundo cambiará para siempre. Podrás reescribirlo todo. El pasado. El presente. Incluso tu propio origen.