os días siguientes a la batalla en el Templo de los Veladores fueron un silencio punzante. No por falta de actividad, sino por el peso que arrastraba cada movimiento. Las grietas en los cristales, los vacíos en los registros, y las miradas perdidas de los sobrevivientes hablaban más alto que cualquier discurso.
Sariah no descansaba. Pasaba las noches entre los fragmentos del Espejo de la Verdad, buscando comprender la fractura que permitió la entrada de Virelya, y más aún, lo que podía hacerse para impedir que esa entidad regresara con aún más fuerza.
—No se detendrá —murmuró mientras repasaba los bordes astillados del cristal—. El tiempo es su aliado, y nuestras memorias, su arma.
Kaelen se mantenía cerca, herido pero presente. Su lealtad había sido irrompible, incluso cuando la realidad comenzó a deshilacharse. Él era descendiente de Kael, sí, pero no era prisionero de ese legado. Era su propia decisión la que lo mantenía al lado de Sariah.
—Tienes que descansar —dijo, apoyando una mano en su hombro.
Ella negó con la cabeza.
—No hay tiempo. La historia no se repara sola. Y ahora sabemos que incluso el eco puede mentir… si lo suficiente de nosotros lo permite.
—Entonces necesitamos algo más antiguo que el eco —dijo Kaelen—. Algo que no pueda ser manipulado.
Sariah lo miró.
Y lo comprendió.
El Libro de la Raíz del Tiempo era una leyenda enterrada incluso en los textos de Serena. Se decía que existía un registro más allá de la memoria y la visión; un tejido vivo, enterrado bajo el Árbol Primigenio, donde se inscribían los momentos clave del mundo desde antes que la luna se tiñera de rojo por primera vez.
Solo podía leerse una vez en la vida.
Y a un gran precio.
—Quien lee la Raíz… debe enfrentarse a la verdad sin filtros —explicó Elandra cuando Sariah propuso la búsqueda—. No como una narración, sino como una vivencia. Como si la historia se repitiera en carne y hueso dentro de quien la invoca.
—Acepto —dijo Sariah, sin dudar.
—Podrías perderte —agregó Kaelen, con preocupación—. Podrías olvidar quién eres al vivir las vidas de quienes te precedieron.
—O peor —añadió Elandra—: podrías no aceptar lo que encuentres.
Pero Sariah ya había elegido.
El viaje hacia el Árbol Primigenio no fue anunciado. Solo Elandra, Kaelen y dos guardianes de sangre antigua acompañaron a Sariah. Atravesaron bosques donde la luna jamás brillaba, y ríos cuya corriente fluía en dirección opuesta al tiempo.
Cuando llegaron al Claro del Origen, el Árbol se erguía en silencio. Su corteza parecía hecha de piel viva, y sus raíces no estaban enterradas, sino flotaban sobre la tierra, pulsando con energía.
—Aquí todo se recuerda —susurró Elandra—. Incluso aquello que fue negado.
Sariah caminó hacia la raíz central, y sin decir una palabra, colocó su mano sobre ella.
El mundo se desvaneció.
Primero vio a Serena, no como figura mítica, sino como joven, fuerte y temerosa. La vio tomar decisiones bajo presión, amar con furia, dudar en la oscuridad. La vio llorar a Kael cuando creía que lo había perdido. La vio en silencio tras la última batalla, con el cuerpo de su padre entre los brazos, sabiendo que el sacrificio lo había corrompido todo.
Luego vino Kael, separado de la imagen heroica. Lo vio manipulado por símbolos que no entendía. Lo vio amar, luchar, traicionar y redimirse. Pero lo más doloroso fue ver cómo Kael ocultó la verdad a Serena: que había sido tocado por la sombra mucho antes de conocerla, y que había permitido que ese poder viviera oculto en su linaje… como una bomba de tiempo.
Sariah gritó.
La raíz no se detuvo.
Siguieron imágenes de guerras, de pactos rotos, de hijos no reconocidos, de aliados que en realidad fueron peones de fuerzas aún mayores. La historia no era una línea, era un enredo de hilos oscuros y claros, donde cada decisión verdadera venía acompañada de una mentira necesaria.
Hasta que vio a sí misma.
Una niña nacida en medio de una profecía forzada. Una heredera de memorias ajenas. Una joven criada para cumplir un relato escrito por otros… pero que, en su corazón, aún tenía margen para elegir.
Y eligió.
Cuando abrió los ojos, Sariah estaba de rodillas, con las manos ensangrentadas. La raíz había dejado una marca en su pecho: una línea curva que unía luna y sangre, pero con un ojo cerrado en el centro.
—¿Qué viste? —preguntó Kaelen.
Sariah respiró con dificultad.
—Verdad. Dolorosa, incompleta… pero verdad.
—¿Y ahora?
—Ahora sé cómo detenerla.
A su regreso, convocó a los sabios y a los jefes de los clanes leales. Les contó lo esencial. No todo. Porque algunas verdades eran demasiado pesadas para compartir sin romper al mundo. Pero les dijo lo suficiente:
—Virelya no es solo una hechicera corrompida. Es una consecuencia. Un eco del rechazo. Alguien que fue exiliada no por maldad, sino por haber dicho lo que nadie quería oír.
—¿Y quieres perdonarla? —preguntó un consejero.
—Quiero ponerle límites. Quiero sellarla no con ira, sino con certeza. Quiero que nuestras memorias no puedan ser reescritas por nadie… ni siquiera por mí.
Esa noche, comenzó a prepararse el ritual más ambicioso desde el pacto original: el Círculo de la Raíz Viva, un conjuro que vincularía los corazones de todos los que quisieran preservar la verdad, convirtiéndolos en nodos vivientes del recuerdo.
Pero para ello, Sariah necesitaba una fuente de equilibrio. Algo o alguien capaz de sostener la energía del mundo durante el ritual.
—Yo lo haré —dijo Kaelen, sin dudar.
Ella lo miró, con los ojos cargados de historia.
—Si lo haces… podrías no regresar.
—Si no lo hago, todo esto no significará nada.
Y ella lo besó, no como despedida, sino como promesa.
—Entonces vayamos juntos. Hasta el final.