La luna estaba en su punto más alto, blanca y callada como si también ella aguardara. En el centro del Templo restaurado, Sariah trazaba los símbolos con las yemas de los dedos, su piel aún marcada por la Raíz del Tiempo. Cada línea que dibujaba sobre el suelo ardía brevemente en una llama azulada antes de asentarse en la piedra, como si la tierra misma reconociera el peso del ritual.
A su alrededor, los representantes de los clanes se habían reunido en un círculo, junto a veladores, sabios y herederos del primer pacto. Nadie hablaba. Todos sabían que este conjuro no era solo una defensa mágica: era una declaración de identidad. El intento más honesto de impedir que la historia volviera a ser manipulada por las sombras.
Kaelen se mantenía en el centro del círculo. La decisión ya estaba tomada. Él sería el ancla.
—¿Estás lista? —preguntó, su voz apenas un murmullo que sólo ella alcanzó a oír.
Sariah asintió.
—Lo estuve desde el momento en que decidí no repetir los errores de mi linaje.
El Círculo de la Raíz Viva no se pronunciaba con palabras. Era una danza antigua entre energía, sangre y voluntad. La primera parte del conjuro exigía recordar: cada participante debía ofrecer un recuerdo personal que aún doliera. Algo verdadero. Algo que nunca quisieran olvidar, por más que doliera.
Una mujer de la tribu de los Altos Bosques se adelantó.
—Yo doy la imagen de mi madre, que me rechazó cuando supo lo que portaba.
Una llama dorada la envolvió.
Un joven de las Llanuras del Este levantó la voz.
—Yo doy el miedo que me arrastró a traicionar a mi hermano… para vivir.
Otra llama.
Así continuaron uno a uno, hasta formar un anillo de llamas danzantes alrededor del templo. Y entonces, Sariah caminó hacia el centro, donde Kaelen esperaba.
—Mi recuerdo es el más peligroso —dijo en voz alta, para todos—. Yo entrego el momento en que dudé de mí misma. Cuando pensé que tal vez Virelya tenía razón… que tal vez sería mejor empezar de nuevo, y borrar todo lo anterior.
El silencio que siguió fue más profundo que cualquier palabra.
Pero nadie retrocedió.
Entonces, la segunda etapa comenzó: la raíz debía despertar.
Sariah se arrodilló frente a Kaelen, colocó ambas manos en su pecho, y susurró un antiguo encantamiento. No en la lengua de los brujos, ni en la de los veladores. Era más vieja. Un idioma que sólo se pronunciaba en sueños y memorias.
La marca de la raíz en su piel se encendió.
Kaelen alzó los brazos, y una luz blanca brotó de su interior, surcando su espalda como ramas de un árbol que apenas nacía. El dolor lo hizo gemir, pero se mantuvo firme. Su cuerpo comenzó a convertirse en un canal de memoria viva.
El círculo vibró.
Los recuerdos ofrecidos comenzaron a flotar, a entrelazarse, a formar una red que latía como un corazón colectivo.
Entonces ocurrió.
La sombra.
El aire se quebró con un chasquido y una grieta apareció en el cielo. Una mano salió de la fisura. Luego, un cuerpo delgado y elegante. Virelya descendió como si caminara sobre hilos de cristal.
—El espectáculo es conmovedor —dijo, con media sonrisa—. Pero el tiempo no se detiene solo por buenas intenciones.
Levantó su brazo. A su alrededor, comenzaron a aparecer figuras veladas: los restos de los Luministas Oscuros. No muchos, pero lo suficiente como para interrumpir el ritual.
—¡No permitan que rompa el círculo! —gritó Elandra.
Pero Sariah no se movió. Se mantuvo frente a Kaelen, inmóvil, con los ojos cerrados.
Ella no luchaba afuera.
Luchaba adentro.
En su mente, Sariah descendía por las raíces del mundo. Cada paso la llevaba más lejos de su cuerpo, más cerca del núcleo donde se entrelazaban las verdades olvidadas. Allí la esperaba una figura.
Era Serena.
Pero no como la recordaba. Era joven. Herida. Cansada. Con la corona en las manos, no sobre su cabeza.
—Pensé que nunca vendrías —dijo.
—¿Esto es real? —preguntó Sariah.
—No importa. Lo que importa es lo que vas a hacer con lo que sabes.
Sariah se arrodilló frente a ella.
—No quiero repetir lo tuyo. Quiero que lo tuyo tenga sentido.
Serena sonrió débilmente.
—Entonces no pelees contra la sombra. Abrázala sin convertirte en ella. No todas las cicatrices deben cerrarse… algunas son recordatorios.
Afuera, Virelya caminaba hacia el círculo, sus seguidores enfrentaban a los veladores. Pero cuando puso un pie sobre el límite del ritual, retrocedió de inmediato. Sus pies humeaban.
—¿Qué es esto? —susurró.
Kaelen abrió los ojos.
Y habló.
—No estás enfrentando un muro. Estás enfrentando una historia que se niega a olvidar.
Las raíces de luz se elevaron en forma de cúpula. Rodearon el templo. Las llamas del círculo se alzaron como columnas.
Sariah volvió en sí, de pie, con los ojos completamente blancos.
—No te exiliamos, Virelya. Tú elegiste irte porque no podías aceptar que la verdad no siempre se inclina a nuestro favor.
La bruja gritó. Intentó lanzar su magia, pero los recuerdos flotantes comenzaron a rodearla. Uno por uno, entraron en su mente.
Una mujer llorando por su hija.
Un hombre pidiendo perdón por haber fallado.
Un niño aferrado a un último momento de luz.
Virelya cayó de rodillas.
—¡Basta! ¡No son míos!
—Pero sí son nuestros —dijo Sariah—. Y mientras tengamos la fuerza de recordarlos, no podrás borrarnos.
El círculo estalló en una última luz blanca.
Cuando todo terminó, los Luministas Oscuros desaparecieron como polvo en el viento. Virelya no murió. Fue absorbida por la raíz. No como castigo, sino como parte del ciclo. Sellada en la memoria colectiva.
El mundo no aplaudió.
Pero respiró aliviado.
Esa noche, Sariah se sentó junto a Kaelen, aún débil, pero vivo.
—¿Valió la pena? —preguntó él.
—No lo sé —respondió—. Pero al menos ahora… ya no caminamos a ciegas.