Lazos De Sangre Y Luna

Capitulo 45: Donde Nace El Silencio

Los días posteriores al ritual fueron extraños. No porque la calma hubiese regresado, sino porque el mundo parecía redescubriéndose a sí mismo. La tierra, antes tensa como una herida mal cerrada, comenzó a respirar. Los vientos recuperaron su curso. Los árboles hablaron nuevamente en susurros. Incluso el cielo —aún marcado por la fisura que Virelya había abierto— mostraba señales de querer sanar.

Pero no todos habían sobrevivido al equilibrio restaurado.

Algunos miembros del círculo habían entregado tanto de sí que no despertaron. Otros lo hicieron, pero sin memoria. Sus mentes quedaron vacías, incapaces de sostener el peso de las verdades enfrentadas.

Kaelen aún descansaba en la cámara sagrada del Templo de los Veladores. Su cuerpo resistía, pero su alma flotaba entre dos planos. Había contenido el centro del ritual, anclado al dolor, al pasado, al sacrificio colectivo. Y ahora estaba atrapado entre los recuerdos de todos… y el olvido absoluto.

Sariah lo visitaba cada amanecer.

No hablaba.

Solo le ofrecía su presencia, una constancia silenciosa. Le leía pasajes del libro de Serena, le contaba lo que ocurría en los clanes, y a veces simplemente se sentaba junto a él, compartiendo el peso de la espera.

Mientras tanto, en el mundo exterior, el eco de la victoria se transformaba en una pregunta:

—¿Y ahora?

El equilibrio no era lo mismo que la paz. Sin Virelya, las fuerzas que se mantenían neutrales comenzaban a inquietarse. Había facciones que se alimentaban del conflicto, y otras que empezaban a temer la centralización del poder en una sola figura: Sariah.

Durante una reunión del nuevo Consejo de Sangre y Luna, una joven del Clan del Alba alzó la voz.

—Nos has salvado, sí. Pero también has absorbido un poder que antes estaba repartido. ¿Qué te diferencia ahora de ella?

Sariah no respondió de inmediato. Caminó hasta el centro de la sala y depositó sobre la mesa el medallón que la vinculaba al linaje de Serena.

—Yo no quiero un trono —dijo—. Quiero que recordemos. Que cada generación construya desde la verdad, no desde el mito.

—¿Y qué será de los fragmentos que protegiste? —preguntó un anciano del Clan de los Tres Cielos—. ¿Seguirán en tus manos?

Sariah negó con la cabeza.

—Serán devueltos a la tierra. A su ciclo. No me pertenecen.

Ese gesto calmó a muchos. Pero no a todos.

Entre los presentes, uno observaba en silencio. Un joven de ojos plateados. Nadie lo conocía. Nadie lo había invitado. Y, sin embargo, su presencia no fue detectada hasta que desapareció tras la asamblea, dejando atrás una sola palabra tallada en piedra:

“Despertarán.”

Esa noche, Sariah soñó.

Estaba en el mismo claro donde la raíz la había marcado. Pero esta vez, el árbol estaba cubierto de hielo. A su alrededor, las estrellas estaban apagadas.

Una figura emergió desde la corteza congelada.

Era Kaelen.

Pero no como lo conocía.

Era más alto. Más etéreo. Sus ojos estaban cubiertos por vendas de luz, y su voz resonaba como eco de muchos.

—El mundo se curó… pero no sanó del todo.

—¿Qué significa eso?

—Algunas sombras no eran enemigas… eran reflejos de lo que nunca quisimos ver.

—¿Y tú… qué eres ahora?

Kaelen extendió una mano. En su palma había un nuevo símbolo: un triángulo dentro de un círculo, atravesado por una raíz viva.

—Soy lo que decidí ser.

—¿Volverás?

—Cuando me necesites. Cuando el mundo olvide de nuevo.

Sariah se acercó, pero antes de tocarlo, despertó.

Kaelen ya no estaba en su lecho.

En su lugar, solo quedó una túnica y un cristal flotante.

Sariah lo tomó con ambas manos.

Y por primera vez en semanas… lloró.

No de tristeza.

Sino de comprensión.

Él había trascendido.

Ya no era solo un hombre.

Era parte del tejido del mundo. Parte del equilibrio mismo.

En los meses siguientes, el templo fue reconstruido con madera viva. No como un monumento, sino como una escuela. Los clanes enviaron a sus jóvenes a aprender historia, magia y verdad. No se les enseñaba a pelear… sino a recordar.

Sariah no gobernaba.

Orientaba.

Su figura era símbolo, no autoridad. Elegía no intervenir, salvo cuando las memorias estaban en peligro de ser manipuladas. El título que le otorgaron no fue “reina”, ni “heredera”, ni “guardiana”.

Fue uno nuevo.

La Ancla.

La que mantiene el mundo unido a su historia.

Un día, mientras caminaba por los jardines del templo, una niña pequeña corrió hacia ella. Tendría unos seis años, cabello rojo fuego y ojos verdes brillantes.

—Señora Sariah, soñé con un bosque que hablaba. Me dijo que hay algo dormido bajo el hielo del norte.

Sariah se inclinó hacia ella.

—¿Qué viste?

—Un animal gigante. Con alas de hueso y un ojo de oro. Me dijo que venía por los que olvidaron.

Sariah se quedó inmóvil.

El ciclo no había terminado.

Solo había iniciado uno nuevo.

Y mientras el mundo caminara, el olvido siempre encontraría la forma de regresar.

Pero esta vez, estarían preparados.




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