La niebla descendía temprano en los días posteriores al juramento colectivo. El aire en torno al templo ya no olía a ceniza, pero tampoco a calma. Era como si el mundo estuviera conteniendo el aliento antes de un juicio final que nadie se atrevía a nombrar.
Sariah pasaba las madrugadas de pie frente al Árbol del Tiempo, observando cómo el nuevo brote, nacido de la sangre compartida, crecía más rápido de lo esperado. Pero en las madrugadas más frías, sus hojas temblaban… como si algo invisible se acercara a él desde otro plano.
Fue Elandra quien trajo la noticia.
—Los devotos del Vacío han fundado un santuario —dijo, apoyada en su bastón de marfil—. Lo llaman La Cámara del Olvido. Está en las tierras de los Clanes de la Tormenta, donde la memoria fue más castigada por la guerra.
Sariah frunció el ceño.
—¿Quién los lidera?
—Una mujer que dice hablar con la Portadora. No muestra el rostro. Se hace llamar La Voz.
—¿Y qué enseñan?
—Que el pasado no existe si nadie lo recuerda. Que la historia es una cadena… y el olvido, libertad.
Silencio.
Sariah se volvió lentamente hacia Elandra.
—Entonces ha comenzado la guerra… no por poder, sino por sentido.
Viajó sola al límite del territorio sureste, escoltada por un par de veladores. No vestía túnicas ceremoniales. Iba con su ropa de viajera, la daga de Serena al costado, y el fragmento cristalino de Kaelen bajo la ropa, cerca del corazón.
Al llegar a la entrada de La Cámara del Olvido, fue recibida por un mar de antorchas azules, y seguidores que susurraban plegarias sin palabras.
En el centro, sobre un altar de piedra, una figura delgada aguardaba. Su rostro estaba cubierto por una máscara de ceniza endurecida, sus ojos eran dos huecos negros. Y su voz… cuando habló, resonó dentro de la cabeza de Sariah.
—Te esperaba.
—¿Eres la Voz?
—Soy muchas voces. Las que fueron silenciadas. Las que nadie escribió. Las que murieron sabiendo que no serían recordadas.
—Eso no te da el derecho de imponer el olvido.
—¿Y tú? ¿Tienes el derecho de condenar a generaciones al peso de un pasado que no eligieron? El dolor no es redención. A veces, la única libertad verdadera es no saber.
Sariah dio un paso adelante.
—No vine a debatir. Vine a ver si aún había humanidad en ti.
La Voz se rió, pero sin emoción.
—¿Y qué encontraste?
Sariah desenvainó la daga de Serena y la alzó frente al altar.
—Fuiste parte de ella. Lo sé. Un fragmento arrancado de su alma. No naciste para ser enemiga, sino advertencia. Pero ya has cruzado el umbral.
La Voz inclinó la cabeza.
—Entonces debes decidir: ¿memoria o paz?
—Prefiero la verdad… aunque duela.
La Voz extendió una mano. El aire vibró.
Las antorchas azules se apagaron al unísono.
Y por primera vez, el velo entre mundos se rasgó.
Sariah cayó de rodillas.
No por debilidad, sino por el peso de lo que vio: un mundo alterno donde la Portadora del Vacío había triunfado.
—El templo… en ruinas.
—Los clanes… mudos, sin historia ni ritual.
—Niños que no sabían el nombre de sus padres. Madres que nunca contaban su pasado.
Y en medio de esa calma sin conflicto… un vacío absoluto.
Nadie discutía.
Nadie lloraba.
Pero tampoco reían.
No soñaban.
—¿Esto es lo que ofreces?
La Voz se arrodilló frente a ella, tan cerca que sus respiraciones parecían una.
—Esto es lo que somos cuando ya no sufrimos.
—Esto es la muerte en vida.
Sariah cerró los ojos.
Y desde su pecho, el fragmento de Kaelen ardió como un sol pequeño. La memoria de él —su risa, su lucha, su amor— brotó como una llama. Y junto a ella, la imagen de Serena, gritando entre ruinas: “No permitas que te apagues, incluso si el mundo te suplica hacerlo.”
Sariah abrió los ojos, y el plano ilusorio se rompió como cristal.
La Voz gritó, cayendo hacia atrás, la máscara partida.
Por un instante, Sariah vio el rostro oculto.
Era Serena.
Pero no la Serena que ella recordaba.
Era la Serena fracturada, la que jamás se perdonó haber ganado.
La Voz desapareció en un remolino de sombras. Sus devotos huyeron, confundidos, llorando sin saber por qué. Algunos cayeron al suelo, liberados del encantamiento. Otros escaparon, llevándose consigo fragmentos del silencio.
Sariah se quedó sola frente al altar, respirando hondo.
—No basta con recordar —dijo—. También hay que saber sostener lo que se recuerda.
Días después, de regreso en el templo, escribió en el códice de la nueva era:
“El olvido no es un enemigo.
Es una tentación.
A veces dulce.
A veces justa.
Pero siempre traicionera.”
Y por la noche, al observar el Árbol del Tiempo, vio cómo las hojas nuevas brillaban con un resplandor más cálido.
Porque ahora lo sabía:
La Voz aún estaba viva.
Pero también lo estaba la voluntad de resistir.