En la cripta del templo, bajo la luz temblorosa de las lámparas de aceite, Sariah se preparaba para un ritual que ningún líder había osado realizar en siglos: la invocación del Rastro Espectral del Linaje. Una ceremonia que, si se realizaba correctamente, permitía hablar con las versiones pasadas de un ancestro... incluso aquellas que ya no estaban completas.
Frente a ella, el Círculo de Sal, las hojas de álamo seco y el cuenco con agua de Zholdra temblaban como si una presencia ya estuviera al acecho. En su mano, el anillo de Serena, guardado durante generaciones, relucía con una chispa viva.
—Serena Thorne, Reina Alfa del ciclo anterior, vengo a ti con respeto —dijo Sariah, de rodillas—. Necesito respuestas. Y más que eso… necesito la verdad de tu fragmentación.
El silencio se volvió denso. No como vacío, sino como un recuerdo pesado que empuja desde dentro del pecho.
Entonces el aire cambió.
Una figura surgió del vapor del cuenco. Serena. O parte de ella.
No tenía forma sólida. Sus bordes eran nebulosos, como si la misma realidad se negara a definirla. Pero sus ojos verdes —idénticos a los de Sariah— estaban cargados de reconocimiento y pena.
—Has venido demasiado lejos —dijo la imagen con una voz quebrada—. Y aún así... no sabes lo que estás enfrentando.
—Necesito entender. No a la Portadora. A ti. ¿Qué parte de ti se convirtió en ella?
Serena bajó la mirada.
—La parte que amó demasiado el poder… y la que no supo perdonar. Ni al mundo. Ni a mí misma.
Sariah apretó los dientes.
—¿La Portadora es tu culpa?
—No. Es mi consecuencia.
La visión cambió.
Sariah se vio arrastrada a una memoria: una escena en el Valle del Eco, siglos atrás. Serena, de pie frente al altar de su coronación, rodeada de lobos y líderes. Todos la aclamaban… excepto ella misma. Por dentro, se desmoronaba.
—Tenía el poder de rehacer el mundo —susurró Serena—. Pero temía que al hacerlo, me volviera lo que había derrotado.
En esa duda, la grieta se abrió.
—No lo noté al principio. Era un susurro: “Tú podrías hacerlo mejor sola.” Un pensamiento fugaz. Pero el poder tiene hambre, Sariah. Y cuando no lo compartes… te divide.
La siguiente imagen fue aterradora.
Sariah vio a Serena frente a un espejo, viéndose a sí misma, pero su reflejo era distinto. Más pálido. Sin emociones. Con una corona hecha de humo.
Y luego… el reflejo salió del cristal.
—No fue una creación —dijo Serena—. Fue un desgarro. Y yo… lo permití.
—¿Por qué no lo contaste?
—Porque si el mundo sabía que incluso los salvadores pueden quebrarse, nadie se atrevería a soñar con líderes.
Sariah retrocedió, sacudida.
—Pero no contarlo hizo más daño. Esa sombra creció. La Voz ya la llama “la que será”. La siguen como a una diosa.
—Entonces debes hacer lo que yo no hice —dijo Serena, acercándose—. No la enfrentes como enemiga. Hazlo como espejo. Hazle ver lo que renunció a sentir.
Sariah se quedó en silencio.
—¿Y si no puedo?
—Entonces escribe tu verdad. Para que quien venga después… no luche a ciegas como tú lo hiciste.
La visión se rompió.
Sariah volvió a la cripta, respirando con dificultad. El anillo de Serena se había partido en dos. Una mitad palpitaba con luz. La otra… con sombra.
Y entonces entendió.
La Portadora del Vacío no sería vencida con fuerza.
Debía ser enfrentada con identidad.
En el templo, Sariah reunió al consejo.
—La Voz no es solo una figura exterior. Es una herida interna. Un recuerdo que no fue sanado. Por eso cala tan profundo en quienes han sufrido. Por eso convence. Porque no miente. Solo se alimenta del dolor que ocultamos.
—¿Y cómo se lucha contra eso? —preguntó Neryan.
—No se lucha. Se revela. Y para eso, necesito que todos ustedes escriban la parte más vergonzosa de su linaje. Lo que sus ancestros intentaron enterrar.
—¿Para qué?
—Para que ella no tenga más secretos que usar como armas.
Hubo silencio.
Luego, uno a uno, aceptaron.