El aire era diferente en la meseta de Vahkir. No había brisa, ni sonido, ni siquiera olor. Era un lugar donde el tiempo parecía haber detenido su marcha. Donde la historia no pesaba y el futuro no alcanzaba. Un sitio escogido a propósito… por la Portadora del Vacío.
Sariah llegó sola.
Su vestimenta era sencilla: un abrigo rojo oscuro, botas de cuero envejecidas, y sobre su pecho colgaba el fragmento brillante del anillo de Serena, partido en dos. En sus ojos no había furia, sino decisión. En su espalda, el eco de generaciones que la habían empujado hasta este instante.
La Portadora la esperaba al borde del abismo, de pie como una estatua hecha de ceniza y sombras. Su rostro era el reflejo de lo que Serena había temido: impasible, sin culpa, sin pena. Una figura sin edad, pero con presencia ancestral.
Cuando habló, fue como si todas las voces olvidadas del mundo lo hicieran al mismo tiempo.
—Te arrastraste por la historia, Sariah. ¿Y qué encontraste? Miseria, errores, traiciones.
—Y esperanza —respondió ella—. Memoria. Amor. Legados imperfectos… pero vivos.
La Portadora no reaccionó.
—El mundo no necesita recordar, niña. Solo necesita paz. Yo se la ofrezco.
—¿Paz como renuncia? ¿Como vacío? Eso no es paz. Es anestesia.
—¿Y acaso el dolor heredado es justo? ¿Es justo que los descendientes paguen los pecados de sus ancestros?
Sariah se acercó un paso. Cada huella que dejaba en la tierra abría grietas luminosas.
—No es justo… pero es verdad. Y prefiero un mundo con verdad que una eternidad de mentiras dulces.
La Portadora extendió una mano.
—Ven conmigo. Te liberaré del peso. No recordarás a Kaelen, ni a Serena, ni a ninguno de los nombres que te atan. Serás libre. Sin historia. Sin heridas.
—Sería solo una sombra.
—Serías feliz.
—No. Sería nada.
Entonces el silencio estalló.
El abismo se abrió y la meseta se transformó en un campo onírico. Sariah cayó en un plano mental, donde cada pensamiento tomaba forma física.
A su alrededor, surgieron imágenes distorsionadas de su pasado: la muerte de Kaelen, la destrucción de los primeros archivos, la traición de uno de los suyos. Voces que le gritaban que no era suficiente. Que no debía liderar. Que estaba condenada a repetir el error de Serena.
La Portadora caminó entre los recuerdos como un espectro. Tocaba cada uno y los distorsionaba, convirtiéndolos en pesadillas.
—Mira, Sariah. Este es tu legado. Sangre, pérdida, culpa.
Sariah cayó de rodillas. El mundo giraba. Su mente temblaba bajo el peso.
—¿Y si tienen razón? —susurró—. ¿Y si fallé?
Pero entonces, una voz, suave, serena, se alzó desde su interior.
“No eres el eco de mis errores.
Eres la canción que nació después de mis silencios.”
La voz de Serena.
Sariah apretó el puño.
Y se levantó.
Del suelo emergió la figura de Kaelen, no como recuerdo, sino como fuerza emocional. No era una proyección falsa. Era la memoria viva de lo que ella había amado, de lo que la construyó.
Sariah colocó su mano sobre el pecho y gritó:
—¡No soy la herencia de la culpa! ¡Soy el resultado del amor que persistió incluso en la derrota!
Una onda de luz brotó de su cuerpo, destrozando las pesadillas a su alrededor. La Portadora retrocedió, por primera vez descompuesta.
—No puedes —susurró—. ¡Tú no deberías poder!
—No soy tú —respondió Sariah—. Pero soy lo que tú pudiste haber sido.
La Portadora rugió, y su cuerpo se fracturó. De su interior salieron cientos de sombras: los fragmentos oscuros que había recolectado durante siglos. Eran memorias robadas. Vidas silenciadas. Dolor reprimido.
Sariah alzó el anillo partido.
Y por un instante, todo se congeló.
—Te doy una opción —dijo, con el tono firme de una líder y la compasión de una hija—. Regrésalos. Devuélveles su lugar. Ya no tienes que llevarlos sola.
La Portadora tembló. El abismo bajo sus pies se estremeció.
Pero no habló.
Solo gritó.
Y huyó, desintegrándose en sombras que se disolvieron con el viento.
Cuando Sariah despertó, aún estaba en la meseta. El cielo estaba claro. En el horizonte, el sol comenzaba a alzarse.
Había sobrevivido al primer contacto.
Pero sabía lo que eso significaba.
La Portadora no había sido vencida. Solo había sido despojada de su ilusión de invulnerabilidad.
La próxima vez, no dudaría.
l regresar al templo, escribió una nueva entrada en el libro de su era:
“La primera batalla no fue por el alma del mundo.
Fue por la mía.