La fractura espiritual resonaba en el suelo. No se manifestaba con temblores físicos, sino con temblores del alma colectiva. Las raíces del Árbol del Tiempo lo sintieron, y sus hojas dejaron caer un murmullo que retumbó en cada rincón del mundo.
El lago, antaño espejo sereno bajo la luna, comenzó a formar grietas en su superficie. Ondas sombrías emergían de su centro, reflejando no el cielo, sino los rostros de aquellos que habían sido silenciados por la Portadora.
Los lobos del primer clan bebían sin miedo… luego desaparecían al contacto con el agua, dejando tras de sí una mancha oscura que se dispersaba en espiral.
Cuando Sariah llegó junto a Veladora Mira y al guardián Aldric, el aire estaba frío y pesado como si pesara una pena muy antigua.
—El agua… nos está hablando —susurró Mira.
—No lo corrompe con fuerza —respondió Sariah—. Lo está gritando.
Usaron un espejo ritual frente al lago, proyectando sobre él la luz del fragmento de Kaelen. La superficie se calmó momentáneamente, pero las imágenes que surgieron eran desgarradoras: niños llaman a madres que no respondían; ancianos entregaban runas arrancadas de sus pechos; parejas lloraban de desesperanza.
—Esto no es magia destructiva —dijo Sariah—. Es pena concentrada. Las memorias no guardadas están contaminando el mundo físico.
—¿Y si remediarlo significa despertar otra cosa? —preguntó Aldric.
—El silencio puede matar más que cualquier sombra —contestó Sariah.
En el Bosque del Silencio, los árboles comenzaron a olvidar su propia savia. Sus hojas caían antes del otoño. A la gente que pasaba entre ellos, el bosque parecía no respirar bajo sus pies.
Sabía que debía acudir allí.
Sariah caminó entre troncos huecos que parecían murmurar: “No recordamos. No podemos recordar. Olvida…”.
Veladora Mira lo acompañaba:
—Se lo llaman la “necroflora” —dijo—. Lo que es recordado con culpa florece. Lo que es olvidado, muere.
Sariah colocó su mano sobre la corteza más joven. Desde su palma, un poco de fragmento brilló. Una raíz de luz penetró en la madera. El árbol tembló. Sus hojas se reacomodaron, respiraron de nuevo, y por un momento, el viento arrulló un “gracias”.
Pero esa calma fue breve. El fragmento púrpura de silencio se filtró entre las raíces, cegando uno de los troncos con ceniza gris.
—Tenemos que comenzar a sembrar memoria del futuro —dijo Sariah—, semillas que no permitan la prédica de ocultación.
La antigua ciudad de Voramis, antes próspera, ya no aparecía en relatos públicos. Las calles estaban vacías, aunque no había guerra ni peste.
Los pocos habitantes hablaban de haber despertado sin recuerdos de quiénes eran. Algunos habían perdido la palabra, otros episodios de su vida, incluso del nombre de su madre. Se habían convertido en sombras errantes.
Sariah recorrió las calles con el cronista Neryan, documentando cada puerta sin nombre, cada plaza silenciosa. A cada paso, notaba cómo las piedras mismas, al ser pisadas, parecían soltar un “no estabas aquí”.
Con una rueda de memoria, instaló un altar en la plaza central: fotografías, objetos, fragmentos que recogieron de casas, tiendas, memorias de viajeros. Cada objeto llevaba una pequeña chispa de recuerdo.
—El recuerdo es polvo y latido —dijo Sariah—. No podemos restaurar todo… pero podemos traer lo que podamos.
En poco tiempo, la ciudad se llenó de luces: velas, fogatas, pequeñas celebraciones improvisadas. No era un renacimiento completo, pero sí un acto de voluntad. Un primer paso contra el vacío.
Lejos al sur, en las dunas del Desierto del Olvido, el oleaje de arena cubría ocasionalmente cavernas donde se realizaban “ritos de liberación”: se quemaban diarios, pactos, recuerdos dolorosos.
Sariah llegó acompañada de un pequeño destacamento de guardianes un día antes de una de esas ceremonias.
Los participantes, encapuchados, recitaban: "Olvido, libérame de tu peso." La hoguera crepitaba. Las cenizas se alzaban.
—Esto no sabrá dulce —dijo Sariah sin tapujos—. Significa entregar piezas de nosotros mismos. Pero no son necesarias para resistir el peso del pasado. Son vestigios… no la raíz.
Plantó una vara tallada: en su punta, la mitad del anillo de Serena. Del fragmento surgió un brote del Árbol del Tiempo, que iluminó la noche como faro.
—No les estoy pidiendo que recuerden todo —explicó—. Solo aquello que les dé humanidad. Que los haga irreemplazables.
La antorcha de Sariah roció semillas simbólicas en la arena. No curaría el desierto, pero le daría rumbo.
Finalmente, regresó al Valle del Eco, donde ya se advertía una ruptura literal: el suelo se abría, dejando correr un murmullo profundo.
La fractura parecía cumplir un ritual inverso: donde antes era sopa de voces, ahora era un silencio absoluto.
—¿Incluso aquí? —preguntó Sariah, mirando a la fisura.
Elandra, con paso lento, se acercó.
—La raíz que tal vez disolvió esto fue el olvido del consejo. Las disputas internas. Las historias omitidas. Los sellos rotos por mentiras dulces.
—El valle es un espejo del mundo —respondió Sariah—. Y si permite que este vacío crezca, nada quedará por guardar.
Invitó a los ancianos de todos los clanes a recitar juntos el Cántico del Eco Eterno, un himno antiguo que resonaba en cuencos y flautas.
El murmullo se quedó, pero algo cambió: el suelo vibró con un retumbar suave. El valle pareció respirar otra vez. No totalmente, pero en fase de recuperación.
De regreso en el templo, Sariah comprobó el pulso del Árbol del Tiempo. Las raíces habían ganado firmes raigambres que se expandían por las salas, entrelazándose con lámparas y mesas.
Cada visitante que pasaba junto al árbol sentía un cosquilleo, una chispa de un recuerdo olvidado.
—No restaura vidas —dijo Sariah—. Pero si lo tocamos como comunidad, retenemos lo que el olvido no puede robar.