Lazos De Sangre Y Luna

Capitulo 54: El Camino a los Primeros Ecos

El alba había teñido los cielos de tonos dorados cuando Sariah partió del Templo del Recuerdo. Su figura, envuelta en la capa escarlata de los portadores, avanzaba al frente de una pequeña comitiva elegida con precisión: Tharos, el viejo centinela marcado por el tiempo; Nevara, una vidente del clan del Silencio; y Arix, el cartógrafo de los clanes del norte, que hablaba con las montañas más que con personas.

Atrás quedaban las cámaras ceremoniales y las puertas cargadas de historia. Adelante, se extendía un sendero olvidado por el mundo: la Senda de los Primeros Ecos, un camino que solo aparecía bajo la luz exacta de la luna creciente y el rumor del viento entre los abedules.

—No hay mapas que guíen esto —advirtió Arix, mientras ajustaba su capucha—. Cada paso se adapta al viajero. No es el camino el que se transforma. Somos nosotros.

Sariah lo sabía. Aquello no era solo un trayecto físico. Era una prueba de alma.

El primer obstáculo fue el Velo Pétreo, una formación natural de rocas flotantes suspendidas sobre un abismo. Entre ellas, un campo etéreo distorsionaba la percepción, haciendo que cada paso pareciera el último.

Sariah fue la primera en avanzar. No por arrogancia, sino porque sentía que si dudaba, el velo mismo se cerraría.

A medida que cruzaba, las piedras susurraban palabras de miedo:

“Fallaste como hija…”

“No eres Serena.”

“No eres suficiente.”

Ella no respondió. En cambio, pensó en las cartas que había leído, en las dudas de su antepasada, en la sombra amable de Serena acariciando su mejilla.

Cuando llegó al otro lado, el eco se silenció.

Tharos la siguió sin decir palabra. Nevara temblaba, pero lo logró. Arix… tardó más. Las rocas le hablaron de su hermano muerto, del amor que nunca confesó. Pero también él cruzó.

Solo entonces el Velo desapareció.

La segunda etapa fue un bosque que no existía en los mapas. Las ramas estaban cubiertas de líquenes azulados que brillaban con una luz propia. A cada paso, los árboles susurraban nombres: algunos conocidos, otros jamás escuchados. Nombres de los que habían recorrido ese camino y nunca regresaron.

Nevara fue quien descifró el código. Tocó uno de los troncos y murmuró:

—Aquí está mi madre.

Sariah se giró.

—¿Tu madre?

—Ella intentó llegar antes de mí. Pensé que había muerto en la guerra, pero ahora… ahora sé que fue devorada por este bosque.

Arix se arrodilló. Tocó la tierra. De pronto, una raíz brotó a sus pies y le ofreció una hoja.

—Recuerdos. No olvidemos a quienes se perdieron aquí —dijo.

Sariah tomó la hoja y la guardó. Con cada paso, más hojas aparecieron. Las colocaban en sus mochilas, en los bolsillos, en el cabello. No como ornamento, sino como memoria viva.

Al salir del bosque, el grupo estaba más callado… pero más unido.

A medida que el terreno se elevaba, las temperaturas descendieron. El viento no solo cortaba la piel: susurraba visiones. Sariah fue la primera en sentirlo.

La noche en que partieron, cuando estaba sola en la torre del templo, había deseado huir. Dejar el título, dejar las expectativas. Ser solo una voz entre miles.

Y ahora el viento lo sabía.

Una ráfaga la rodeó y le mostró una imagen: ella, caminando sola entre aldeas, sin destino, sin propósito. Feliz, sí… pero olvidada.

—¿Eso es lo que quieres? —preguntó la voz del viento.

—Eso es lo que temía querer —respondió—. Pero ya no.

Entonces el viento cambió. No cesó, pero dejó de empujarla. Comenzó a sostenerla.

Tharos fue golpeado por vientos del pasado: batallas que no ganó, ojos que cerró. Arix cayó de rodillas al recordar el nombre de su primer amor. Nevara se quedó inmóvil, viendo a su hijo perdido.

Pero ninguno se detuvo.

El risco los dejó pasar al amanecer. Un halcón los sobrevoló tres veces. Señal de que el umbral había sido aceptado.

Más allá de la cumbre, todo se volvió blanco. Nieve, bruma, cielo y tierra parecían fundirse. El tiempo perdía sentido.

—Este es el plano sin eco —dijo Tharos—. Aquí, ni siquiera los recuerdos gritan.

Pasaron horas —o días— sin palabras. Las emociones eran pensamientos. Los pensamientos, intenciones. Aquí, Sariah no soñó. Recordó.

Recordó la primera vez que vio una pintura de Serena. La admiró. La odió. Se sintió inferior. Luego la entendió. Aquí, sin distracciones, supo que siempre había amado a su antepasada… como se ama a una madre ausente, deseando que fuera diferente pero aceptando que hizo lo que pudo.

En ese instante, el blanco se abrió.

Un sendero surgió. Al fondo, un templo de piedra negra se alzaba entre columnas rotas y árboles congelados.

Habían llegado.

El templo era más pequeño de lo esperado, pero irradiaba poder. Las puertas se abrieron solas.

Adentro, había cuatro pilares marcados con runas antiguas. En el centro, una vasija contenía agua luminosa.

Nevara se arrodilló.

—Aquí… aquí Serena bebió antes de sellar los fragmentos.

Sariah se acercó. El agua no era líquida. Era recuerdo destilado.

Se miró reflejada. Y en lugar de su rostro, vio a su madre.

—¿Cómo puede estar aquí? —preguntó.

—Porque todo linaje se entrelaza aquí —dijo Tharos—. Este es el corazón del eco.

Uno a uno, bebieron.

Cada uno fue testigo de una visión.

Sariah vio la noche en que Serena decidió separarse de Kaelen. No por poder. Sino por miedo. “Si me amas demasiado, me perderé en ti”, dijo. Y Kaelen lloró en silencio, porque sabía que era cierto.

Tharos vio su infancia, cuando fue separado de su hermano por una elección política. Comprendió que había sido una herramienta. Y por primera vez, sintió paz.

Nevara vio a su hijo jugando entre las raíces. Estaba vivo. No en carne, pero sí en esencia. Lo había alcanzado.




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