El aire estaba denso en la entrada del santuario de los Primeros Ecos. No era solo humedad o polvo ancestral; era magia viva, una presencia que respiraba desde las piedras, que se deslizaba entre los pliegues del tiempo. Sariah se detuvo justo antes de cruzar el umbral. A su alrededor, los demás miembros de la expedición —Tamsin, el joven alquimista errante; Marek, el guerrero silencioso con ojos que brillaban como plata; y Kael, el protector jurado de la línea de Serena— también se quedaron inmóviles, como si sintieran la misma advertencia no dicha.
—Una vez crucemos, no habrá vuelta atrás —dijo Kael, su voz reverberando en las columnas talladas con runas que relucían tenuemente.
Sariah asintió. Había leído sobre este lugar en los fragmentos dispersos de los manuscritos de su madre. El Santuario de los Ecos: donde la realidad es sólo una capa más, donde los recuerdos caminan como sombras y las decisiones antiguas aún sangran en los muros.
Entraron.
La oscuridad no fue total. Había una luz azulada, como si cada piedra emitiera su propio lamento en forma de resplandor. Avanzaron en silencio, descendiendo por una espiral esculpida directamente en la roca viva. Con cada paso, Sariah sentía que su conciencia se aligeraba, que partes de sí misma se desprendían como hojas secas arrastradas por el viento.
Cuando llegaron al fondo, el santuario se abrió en una caverna inmensa, donde espejos de agua reflejaban constelaciones inexistentes y estatuas de cristal tallado representaban figuras humanas con rostros borrosos. Una plataforma central los esperaba, y sobre ella, un altar de obsidiana, cubierto de marcas antiguas que pulsaban con el mismo ritmo que el corazón de Sariah.
—Es aquí —murmuró.
Tamsin colocó una esfera luminosa sobre el altar. Al contacto, las runas se encendieron en rojo profundo, y la temperatura bajó de golpe. Las estatuas comenzaron a vibrar. Las voces de los ecos, susurros de cientos de generaciones, llenaron el aire.
—Bienvenida, Heredera del Lazo Carmesí —dijeron a una sola voz.
Sariah dio un paso al frente. Su capa ondeaba ligeramente, como si estuviera bajo el agua. Sabía que este era el momento de enfrentarse no solo al pasado, sino a la decisión que cambiaría el rumbo del mundo.
—No soy Serena —dijo con firmeza—. Pero su sangre vive en mí. Estoy aquí no solo para escuchar, sino para actuar.
Una figura emergió de las sombras. Era Vireyla, o más bien, un eco de ella. Su presencia era etérea, pero poderosa. La villana de esta nueva era se proyectaba incluso en los rincones del tiempo.
—¿Actuarás? —preguntó con sorna—. ¿O repetirás el ciclo como todos antes que tú?
La voz de Sariah tembló al principio, pero se mantuvo.
—No vine a repetir. Vine a romper.
La visión que siguió fue una sucesión de fragmentos:
Una niña naciendo en medio de un eclipse, marcada por el símbolo del equilibrio perdido. Serena, aún joven, sellando con su magia el corazón de la Fractura para evitar que el mundo se partiera. Los guardianes cayendo uno a uno, traicionados por los suyos. El colgante de sangre pasando de generación en generación, siempre custodiado, nunca comprendido del todo. Y Sariah, vagando por bibliotecas olvidadas, reconstruyendo los hilos rotos de una verdad que había sido enterrada a propósito.
Las lágrimas rodaron por sus mejillas. Había tanto dolor. Tanta pérdida.
—Esto... esto no debe repetirse.
El eco de Serena apareció entonces. No como una figura imponente, sino como una madre, una guía, vestida con tonos dorados y mirada de fuego cálido.
—Hija mía... —dijo, tocando con ternura el rostro de Sariah—. Lo que hicimos fue para darte tiempo. Pero ese tiempo se agota.
—¿Y qué debo hacer? —preguntó Sariah, con la voz rota.
—Rompe la cadena. Usa tu sangre no para sellar, sino para reconstruir. Toma la Fractura, y haz de ella un puente.
Las aguas comenzaron a elevarse, rodeando a Sariah. Una figura emergió de entre las estatuas: una mujer de rostro pálido, ojos como obsidiana líquida y una sonrisa gélida. Era la verdadera Vireyla, no un eco, sino una presencia real colándose por las grietas del santuario.
—¡Tanto sentimentalismo! —bufó—. ¿Puentes? ¿Redención? Lo único que este mundo necesita es un nuevo orden, y yo lo encarnaré.
Kael y Marek se interpusieron entre ella y Sariah, pero Vireyla levantó una mano, y el espacio mismo se retorció. Tamsin fue arrojado contra una columna. Marek cayó de rodillas.
Sariah sintió cómo el altar le quemaba las manos. La magia antigua pedía un sacrificio, una decisión. Su sangre o su alma. Su destino o el del mundo.
—¡Sariah! —gritó Kael— ¡¡No lo hagas sola!!
Pero era su carga. Su elección.
Sariah apretó los dientes y gritó, dejando que la sangre corriera desde su palma hacia las runas del altar. Un rugido ancestral llenó la caverna. Las estatuas comenzaron a quebrarse, dejando escapar espíritus que giraban en espiral alrededor de ella. Voces, manos invisibles, memorias encarnadas.
Y entonces, una explosión de luz.
Cuando despertó, Sariah estaba en un jardín. No uno real, sino un espacio de ensoñación construido por la magia del altar. Serena estaba a su lado, sentada entre flores imposibles, con un colgante en la mano.
—Este es tu legado —dijo—. Pero no eres su esclava.
—¿Y entonces qué soy? —preguntó Sariah, sintiendo cómo su cuerpo se reconstruía con energía pura.
—Eres la primera de una nueva era. No una heredera. Una creadora.
Sariah asintió. El jardín se desvaneció.
Al despertar por segunda vez, estaba en brazos de Kael, fuera del santuario. Vireyla había desaparecido, pero la Fractura ahora palpitaba en su pecho como un segundo corazón.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Marek, vendándose una herida.
Sariah miró hacia el cielo. Un rayo dorado lo cruzaba, como una cicatriz luminosa.
—Iniciamos el fin de los ecos. Pero aún no ha terminado.