Los días en la Biblioteca de las Voces Silentes se habían convertido en una rutina para Sariah. Aquel lugar, custodiado por sortilegios antiguos y protegido de la fractura espiritual que carcomía al mundo exterior, era uno de los últimos refugios donde los ecos del pasado aún susurraban sin temor. Las paredes murmuraban secretos, fragmentos de visiones y vestigios de la voluntad de Serena, pero ningún susurro había preparado a Sariah para lo que estaba a punto de encontrar.
Ese día, los cielos habían comenzado a oscurecerse con una tonalidad azul negruzca, como si la misma atmósfera estuviera siendo consumida por un vacío mayor. Los vientos cargaban con esquirlas de energía fracturada, y la temperatura fluctuaba de forma inestable. Era un síntoma claro: la Fractura Espiritual estaba avanzando.
—El equilibrio se está desmoronando —susurró Sariah, cerrando un grimorio encuadernado en cuero rojo, con el emblema de la Orden del Loto Escarlata grabado en oro desvanecido—. Necesito respuestas… o aliadas.
Pero las respuestas no estaban en los libros. Estaban más allá del umbral, en los lugares olvidados por la historia. Había un sitio que los ecos aún evitaban nombrar directamente: La Espira de Saliven, una torre sellada al norte del Valle de los Velos, donde antiguamente se encerraban a los oráculos corruptos. Ahí se decía que habitaba la última herencia viva de los Juramentados del Eclipse. No una enemiga, ni una amiga, sino una posible tercera vía.
Sariah decidió partir.
La Espira de Saliven se alzaba como un dedo negro que tocaba el cielo. Su arquitectura era inhumana, erosionada por el tiempo, con símbolos que vibraban bajo la superficie como si aún tuvieran conciencia. El aire ahí olía a ceniza, pero también a algo más: a posibilidad.
A medida que Sariah ascendía los peldaños de piedra, las sombras se alargaban, como si la estructura la estuviera examinando. Al llegar a la cima, encontró una figura de pie frente a una ventana rota, mirando hacia un horizonte que parecía ajeno al tiempo.
—No pensé que vendrías —dijo una voz grave, femenina, marcada por la experiencia.
La mujer se volvió lentamente. Tenía cabello oscuro con vetas plateadas, ojos color ámbar que brillaban incluso en la penumbra. Sus ropas estaban hechas de tela encantada que se adaptaba al movimiento de su cuerpo como si fueran parte de ella. Llevaba un bastón cristalino sostenido por una garra de hueso.
—Me llamo Elandra Veseth. Fui aliada de Serena… y su mayor crítica.
Sariah sintió una oleada de incomodidad. Ese nombre aparecía con frecuencia en las páginas arrancadas de los libros de la resistencia. Una mujer marcada como traidora, visionaria… o ambas.
—¿Por qué estás aquí? —preguntó Sariah.
—Porque tú estás por cometer el mismo error que tu antecesora. Creer que puedes restaurar el equilibrio sola —respondió Elandra, sin rastro de condescendencia—. Pero no estoy aquí para juzgarte. Estoy aquí porque también he tenido visiones. Y en todas, tú mueres… a menos que se haga una alianza.
La idea de confiar en una mujer marcada por la traición era repulsiva para Sariah. Sin embargo, había algo en los ojos de Elandra que la detenía: no era arrogancia, sino una tristeza inmensa que solo tenían los que habían sobrevivido demasiadas veces.
—¿Qué tipo de alianza propones? —preguntó Sariah finalmente, bajando la guardia apenas un grado.
—Un pacto de convergencia. Yo te enseño lo que no sabes sobre el origen de la Fractura. Tú me permites vincular mi esencia a la tuya. Así, si caes, yo continuaré tu labor. Y si yo caigo… tú tendrás acceso a mi conocimiento completo.
Sariah dio un paso atrás. Un pacto de convergencia era más que un trato. Era un entrelazamiento de destinos, irreversible. Su alma quedaría atada a la de Elandra, y compartirían memorias, dolor y responsabilidad. No habría marcha atrás.
—¿Por qué confiar en ti?
Elandra levantó su bastón y lo apoyó en el suelo. Un círculo de símbolos antiguos brilló alrededor de sus pies, y una proyección espectral se alzó entre ambas.
—Porque fui la única testigo del momento en que Serena rompió el primer sello. Y porque lo hizo por amor a una mujer… que terminó traicionándola.
El corazón de Sariah se encogió.
—¿Quién…?
—Yo. —Elandra cerró los ojos con una mezcla de remordimiento y verdad—. Yo fui esa mujer. Pero también fui la que evitó que Serena destruyera a la portadora original. Me convertí en sombra para proteger su luz… y fallé.
Un silencio tenso llenó la sala.
—Entonces, ¿por qué ahora?
—Porque siento su eco en ti. Y porque tú puedes hacer lo que ella no pudo: perdonar al mundo por no estar listo para su sacrificio.
Sariah sintió una punzada en el pecho. Las piezas empezaban a encajar. Los susurros de la biblioteca, las visiones interrumpidas, los vacíos en la historia… todo apuntaba a una verdad más compleja.
Finalmente, asintió.
—Acepto el pacto.
Ambas se arrodillaron, cada una extendiendo una mano sobre la piedra del altar. Las runas se activaron, y el aire se llenó de una energía cálida, casi maternal. Una corriente de recuerdos fluyó entre ellas: imágenes de Serena, de batallas perdidas, de secretos enterrados. Las lágrimas de Elandra cayeron silenciosas.
Cuando el pacto terminó, ambas se mantuvieron en silencio por largo rato. Ahora eran parte de la otra.
Días después, de vuelta en la biblioteca, Sariah comenzó a ver más allá de lo aparente. Las paredes ya no susurraban en susurros crípticos, sino con palabras completas. Algunos libros cambiaban sus textos ante sus ojos, revelando verdades escondidas. El legado de Serena ya no era solo una herencia, sino una responsabilidad compartida.
Elandra se mantuvo cerca, pero sin interferir. Su presencia era un faro antiguo, una guía sin imposiciones. Los demás miembros del Cónclave Espiritual desconfiaban de ella, pero Sariah, por primera vez en semanas, se sentía menos sola.