Las primeras luces del amanecer tiñeron de oro las torres del Gran Valle de Lothar, donde se alzó el Festival del Renacer, una ceremonia antigua que se había interrumpido tras la Fractura Espiritual. Hoy se reunían portadores, clanes, guardianes, y quienes antes habían perdido la voz. Hoy renacerían… o perecerían bajo el peso de su propio silencio.
Tras cruzar el umbral desde el Corazón de la Fractura, Sariah emergió con la llama latente aún en su pecho. A su lado, estaban Lysara, Elandra y Miren. Cada una sostenía un símbolo creado a partir del pacto: Lyra, una piedra de bruma; Elandra, un fragmento azur del sello original; y Miren, una semilla viviente del Árbol del Tiempo restaurado. Su unión era tan visible como silenciosa. No hablaban, pero sus miradas lo decían todo.
Al pisar la explanada, la multitud se dispersó lentamente. Terratenientes se inclinaron, guardianes alzaron sus armas hasta el cielo, y los altos oráculos observaron expectantes. El eco del silencio—que había crecido desde la Fractura—se tensó. Las voces colectivas no se habían extinguido: sólo estaban contenidas, a la espera del momento correcto para volver a sonar.
Sariah subió al podio de crisol antiguo. Su rostro mostraba cicatrices y la serenidad de quien cargó con la línea sanguínea de reyes y mártires. Tomó la vara de los portadores y, apoyada en ella, levantó la voz:
—Hoy marcamos el renacer del Lothar. Pero no un renacer cegado por nuestros mitos… sino uno cimentado en la verdad y la fragilidad.
Las palabras resonaron en la plaza, haciendo temblar el aire. Lysara sostuvo el cristal surcado con bruma. Elandra levantó el fragmento azur, cuyo brillo captó los rayos del sol. Y Miren colocó la semilla en un pedestal de piedra, rodeado por agua clara.
Sariah continuó:
—Hace siglos, mi madre selló el equilibrio con su sangre. Su nombre se convirtió en leyenda. Pero también en precio. Hoy, no vamos a sellar nada. Vamos a compartir. A construir un puente de memoria. A alzar el Lothar como un faro de voces.
Un murmullo recorrió las gradas. Entonces Lysara apretó su gema, y la bruma se elevó en una columna plateada que abrazó la explanada entera. Cada persona sintió un calor mínimo, cercano, como si su propia voz interior recibiera sustento.
Elandra presionó el fragmento azur contra el suelo de piedra. Un pulso de energía azul atravesó el corazón de todos los presentes. Fue como si cada piedra, cada árbol cercano, resonara con una melodía de antiguo recuerdo compartido.
Miren tomó la semilla y la colocó junto al pedestal. De ella brotaron raíces que treparon hacia abajo, conectándose con las runas del suelo. Un brote verde nacía… un esplendor de vida que retaba la encierro de miles de años.
En ese momento, Sariah levantó la vara.
—Nuestra unión es un compromiso. No de silencio, ni de olvido… sino de escucha. Desde hoy, el Lothar será llamado “Valle de las Voces”… porque nadie volverá a arrodillarse ante el vacío.
Un silencio cargado siguió a su declaración. Luego, un arqueólogo anciano, un oráculo de los Pétalos Eternos, levantó la mano y dijo “¡Que así sea!” —y miles lo repitieron.
El viento cambió. No fue viento de tormenta, sino brisa suave. Pasó por el cabello de Sariah y le acarició el rostro. Fue un colofón íntimo, como si la tierra misma respirara.
Pero mientras la multitud celebraba, un grito rompió la atmósfera. Una grieta en el espacio se abrió; no en el suelo, sino entre los corazones de quienes presenciaban la ceremonia. No se veía a Vireyla, pero su presencia estaba ahí: punzante, desafiante.
Una voz resonó en los pensamientos de Sariah:
“¿Crees que puedes encerrarme de nuevo… en símbolos brillantes y palabras vacías?”
Sariah sintió un escalofrío. Su mano temblaba ligeramente sobre la vara.
—Suéltala —susurró Elandra a su oído. Y con eso, Sariah comprendió.
Con decisión, alzó los brazos y gritó:
—Si estás ahí, Vireyla… Yo también. Y no te tengo miedo.
El grito quebró el silencio. La grieta vibró una última vez y se cerró sin estruendo. No fue un triunfo de poder… fue una elección.
La multitud miró boquiabierta. Y entonces, Timón de la Guardia del Alba, alzó el estandarte vacío de la Fractura, y lo ondeó:
—¡Voces al fin libres!
Miles repitieron.
Y por un instante, la tierra tembló… pero de placer, no de temor.
El calor del mediodía bañaba el Valle de las Voces. Todo estaba lleno de conversaciones. El antiguo silencio se disipaba. Los portadores pisaban con nuevos bríos. Y, por primera vez, olvidados caminaban con la frente alta.
Sariah caminaba entre los puestos del festival. Saludaba a comerciantes, abrazaba guardianes, sonreía a niños. No tenía corona… pero tenía algo más: la certeza de que su camino continuaba. No como consumadora de leyendas, sino como forjadora de futuro.
Junto al brote de las raíces había un altar improvisado. Un pequeño cofre contenía el fragmento del juicio, ahora incrustado con la piedra de bruma y la chispa del sello original. Era una reliquia… y un recordatorio.
Eligió honrarla públicamente. Subió a un pequeño podium:
—Esto no es un amuleto —dijo, mostrándolo—. Es un pacto vivo. Entre luces, sombras… y nosotros.
La multitud aplaudió suavemente.
—Me han preguntado qué haré ahora —continuó—. Y la respuesta es sencilla: seguiré caminando. Sin miedo. Y por el silencio, dignidad. Por el olvido, memoria. Porque el mayor legado no es la victoria… sino el susurro compartido.
Una niña asomó la cabecita y Sariah se agachó para acercarse.
—¿Susurras cosas buenas? —preguntó ella con ojos inocentes.
Sariah sonrío.
—Siempre.
La niña sonrió también, y corrió hacia su madre.
—Ven a jugar —dijo la madre al verla—. Estás en casa.
Cuando la niña se alejó, Sariah se volvió hacia el centro del Valle. El brote creció. Un escalofrío pasó por sus raíces. Y por un segundo, sintió que Serena se inclinaba sobre ella, orgullosa.