Lealtad Entre Sombras

Prólogo

Sombras

El terror de todo niño. Cuando era una cría no sentía pavor o escalofríos por ellas, no pude considerarme temerosa por los terrores que afectan en la niñez; cuando niña, sabía que las sombras era producto de las ramas de los arboles cerca de mi ventana de madera, mamá tenía la costumbre de dejar la ventana abierta, con la idea de airear la pequeña habitación con la fresca brisa nocturna. Las sombras se expandían por la habitación, dando una vista de ramificación en todos los lugares cercanos a ellas. Ha mí me gustaban, imaginaba que eran un laberinto, seguía las líneas con la mirada, hasta quedarme dormida.

Varias veces podía escuchar algún búho apostado cómodamente en una rama de un árbol, los grillos y hasta el croar de los sapos de algún estanque cercano.

Mis padres me acomodaban en la cama cada noche, papá; un leñador, con porte musculoso y de buen corazón, narraba fantásticas historias. Mamá escuchaba en silencio junto a mí, el amor que ellos se profesaban era muy evidente, solo bastaba con mirarlos.

Amaba la paz de mi hogar, el amor de mis padres.

Cierto día, regresaba de las clases de Grisel, yo al ser una adolescente era mi deber asistir a sus clases. Grisel daba clases diversas: de historia, lectura y algunas de plantas medicinales.

Un alboroto hizo que corriera, unos gritos desgarradores y dolorosos se escuchaban dentro de mi hogar. Mi tía Mika sostenía en sus brazos a mi madre, llantos provenían de mi progenitora. No entendía a que se debía tan ajetreado estado, hasta que caí en cuenta que un voluminoso cuerpo inmóvil se encontraba en el piso.

El yacido poseía una recortada barba que adornaba su mentón, sus ojos azules observaban a la nada, de sus orificios nasales salían un espeso hilo carmesí.

Los llantos al unísono de mi madre y de mi tía hacían eco por toda la casa. Mi conciencia no quería creer lo que mi vista me mostraba. Lo único que hice en ese momento fue situarme en el pecho del hombre, exigiendo que se levantara, pero su corazón no daba indicio de vida, su piel fría era como si hubiera estado mucho tiempo en una tormenta de nieve.

Mis lágrimas empañaban mi cara, ha ese punto ya me encontraba en el mismo estado que mi madre, gritaba de dolor y angustia.

Honramos a papá en un funeral, mi madre desde ese día no habló ni comía, los hermanos de mi madre se encargaron del funeral de papá, nunca conocimos a un familiar por parte de él, y mi madre no estaba en condiciones para contestar preguntas hechas por mí.

Fueron días de angustia y soledad. Mamá lloraba todos los días. Por mí parte, trataba de estar lo mejor posible para mostrarle que podíamos superar ese vacío.

Pero mi debilidad destruyó parte de mi fuerza, tuve una recaída, no tenía a nadie que me alentara, mi madre estaba sumida en su mundo de dolor para notar mi estado, mis tíos se encontraban viviendo sus vidas, ajenos a nuestro sufrimiento.

En un ataque de sentimientos y recuerdos, tomé el hacha de mi padre y me dispuse a cortar el árbol que estaba cerca de la ventana de mi habitación. Los cuentos que me contaba papá siempre hacían referencia a las sombras que se adentraban a la habitación. Su mero recuerdo me afligía. Me tomó mucho tiempo cortar el árbol, no fue fácil para una chica delgada como yo.

Si no había árbol, no había sombras, y si no había sombras, no habría recuerdos dolorosos.

Pero una noche un nuevo miedo abarco mi conciencia, uno que nunca creí que podría volverse realidad. Ya comprendía lo que sentían esos niños al estar temerosos de las sombras, esas que aparecían para no dejarte dormir y desaparecían cuando salía él sol.

Era tan tonta por pensar cosas divertidas de ellas. Mi miedo crecía cuando se acercaba la noche. Ya no estaba el árbol cerca de la ventana, ni ninguna flor, todo era muy llano, sin nada a su alrededor. Lo único que me alteraba era que cada noche, las sombras se colaban por la ventana, y no tenía explicación de cómo se pudieran reflejar, dándole un aura de terror.

 

 

 



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En el texto hay: misterio, intriga, terror

Editado: 04.11.2018

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