El dios Helios levantaba con sus manos al astro amarillo, obligando a su hermana Selene a ocultar la redondez de la luna. El sol poco a poco se asomaba imponente en las costas de la hermosa ciudad de Corinto e iluminaba sus caminos solitarios, por el que se veía avanzar a un joven de dieciocho años. Su semblante, aun tierno y de una tez muy tersa, denotaba su seguridad; su cuerpo dejaba ver su energía juvenil y el pecho hinchado sugería que estaba lleno de fortaleza y coraje. Sus ojos grisáceos, tenían la profundidad de quien busca y espera algo grande, y su mirada transmitía la alegría propia de la juventud. Su pelo oscuro se batía con fuerza por el viento salado del mar. Colgaba de su hombro un morral con las cosas necesarias para emprender un largo viaje y caminaba por el muelle como quien se dirige a su destino.
De pronto, una chiquilla de ocho años lo abrazó con fuerza por detrás. La niña sollozaba con gran tristeza, mientras ejecutaba su último intento para detenerlo. El joven le dio el frente y tiernamente le acarició las mejillas húmedas y la llevó contra su pecho para darle consuelo. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para que las lágrimas no se asomaran sin permiso por sus ojos. Tenía que ser fuerte por ella.
—Lea, debo marcharme —le dijo con la voz entrecortada.
—Yo no quiero que te vayas, Lysander. ¿Qué vamos a hacer mamá y yo sin ti? —contestó sin dejar de llorar.
—Ya hemos hablado de esto. Sabes que tengo que irme y es inevitable…
—¿Por qué?
—Un día tú tendrás que hacerlo y comprenderás.
—¡Nunca! —y se separó de él sin salirse de entre sus brazos.
En eso llegó una mujer con los ojos abultados y enrojecidos. Un doloroso sufrimiento la acompañaba, pero llevaba la resignación reflejada en su rostro. Aquella mujer abrazó a la angustiada niña.
—Lea, hija mía, tranquilízate, Lysander volverá pronto.
Las palabras de la madre la calmaron y bajando la mirada se dio por vencida en su intento por impedir la partida de su hermano. Él le dio un beso en la frente y se alejó poco a poco hacia el barco que lo esperaba. Ella sentía un gran dolor, que resquebrajaba su corazón como una pieza de cristal. Su hermano era a quien más admiraba en su corta vida. Él era su ejemplo, su inspiración. ¿Qué haría sin él? ¿Cómo se enfrentaría al porvenir sin sus consejos y regaños? Pero al mismo tiempo, un gran odio se apoderaba de ella.
La niña detestaba al ser que obligaba a su hermano a abandonarlas y enfrentarse a un cruel destino que podría terminar con su existencia en cualquier momento. Sin embargo, también pensaba que al cumplir sus dieciocho años a ella le tocaría una suerte igual o peor y, aunque no quisiera, tendría que prepararse para cuando llegara el momento.
****************
El olivo estaba en pleno apogeo. La cosecha había sido muy buena. Una sonrisa de oreja a oreja se pintaba en el rostro de los humildes campesinos, que antes de que el sol manifestara su presencia, se levantaban a recoger los frutos deliciosos que los dioses les habían regalado, en su más grande generosidad.
Daba gusto ver los campos tan verdes y florecidos. La brisa era suave y cálida, y acariciaba con amabilidad las hojas de los árboles, como quien le susurra al oído palabras de amor a su amada. Las mariposas besaban las fragantes flores, quienes le daban a cambio el tan preciado polen; mientras que un colibrí, de flor en flor, succionaba el néctar con su largo pico. Pero ver el cielo era lo que realmente impresionaba a cualquiera e inspiraba a todo trovador a crear sus más bellos poemas. Estaba de un color azul suave y brillante. Las nubes blancas tomaban variadas formas y tamaños, y de vez en cuando se observaban aves volar con elegancia en el amplio firmamento. Pero era el sol quien se coronaba en el centro como rey y soberano, iluminando a todos con su brillante luz.
En definitiva, era un espléndido día y una joven muy bella lo disfrutaba al máximo. Anduvo vagando por los campos un largo rato, observando cada detalle y asombrándose por las maravillas que Deméter, la diosa de la naturaleza, había hecho. Parecía una niña jugando y riendo, pero ya no lo era: se había convertido en una mujer. Su pelo, ligeramente ondulado, se confundía con la oscuridad de la noche y caía por su espalda hasta el final de ésta. Su tez era tersa, un poco bronceada por el sol del campo. Sus ojos eran muy claros, con un especial tono grisáceo. Su mirada era jovial y parecía que siempre estaba alegre. Nariz perfecta y labios provocativos, carmesí, de ave en vuelo. Senos epicúreos y un abdomen esculpido perfectamente por los dioses. Aquella joven parecía una ninfa. Los matices inocentes de la infancia habían desaparecido para dar paso a los rasgos característicos de la juventud.
Jugaba sentada entre las flores, cuando unas manos varoniles cubrieron su rostro y tibios labios besaron su mejilla derecha.
—Adivina quién soy —le preguntó una voz familiar y dulce.
—Philip… —dijo descubriéndole los ojos.
—Así es. ¡Feliz cumpleaños! —y la abrazó.
—Gracias.
—Tengo algo para ti —y sin aviso colocó una corona de azahares sobre su cabeza—. Cásate conmigo —fue su petición.
—Philip… —y bajó la mirada ruborizada, pero enseguida la levantó— no quiero herir tus sentimientos… te quiero mucho y tú lo sabes; pero no me puedo casar contigo.
#1196 en Fantasía
#744 en Personajes sobrenaturales
aventura ficcion poderes y accion, fantasía drama, romance accion magia aventura violencia
Editado: 13.04.2025