Al mirar se llenaron de horror al contemplar lo que asustaba a aquellos niños. Frente a ellos estaba un endriago infernal conocido como Lamía, la mujer dragón. Aquel monstruo tenía cabeza y rostro de mujer, cabello rubio y rizado, sus ojos eran azules y saltones. En su boca tenía unos afilados colmillos, que exponía orgullosamente. Su cuello era largo, arrugado y en espiral. Su pecho estaba descubierto, mostraba una larga cola de serpiente y sus extremidades inferiores eran de dragón cubiertas con escamas variopintas. Llevaba unas garras alargadas y espuelas en forma de hoz, y sus manos blancas de doncella lucían unas largas uñas que parecían puñales.
Lamía chillaba fuertemente, un grito que hacía daño a los oídos de todos los que la escuchaban. En el costado derecho tenía una flecha dorada incrustada y era extraño, ya que sólo el arma de un dios podía atravesar su piel.
El endriago vio aquellos niños y sin aviso tomó a uno de ellos y se fue saltando hacia el bosque sin que nadie pudiera hacer nada. Pero el corazón de Leandra se aceleró, ella no podía permitir que ese monstruo se diera un festín con un inocente.
—Hay que ayudar a ese niño —gritó y se echó a correr detrás de Lamía.
—¡Leandra! —la llamó Philip.
—¡Vamos tras ella! —exclamó el Capitán desenvainando su espada de doble filo.
Así Owen, Philip, Cleto y Roboam corrieron detrás de Leandra hacia el tupido bosque.
—¡Leandra! ¡Espéranos! —gritaba Philip.
Lea se detuvo al perder de vista a Lamía y los demás la alcanzaron.
—¿Estás loca? ¿Qué crees que puedes hacer tú contra ese monstruo? —regañó Owen a Leandra tomándola bruscamente por el brazo derecho.
—¿Quiere decir que tú serías capaz de dejar que ese niño muera? Pues yo no —contestó zafándose de su agarre. Continuó caminando siguiendo el rastro de ramas rotas.
En ese momento, chispas doradas estallaron frente a ellos y se materializaron en forma de una joven sobre una carroza dorada guiada por dos caballos negros de pura raza. Aquella aparición tenía el cabello lacio y castaño, con una corona de olivo, de piel blanca y mejillas sonrojadas, vestida con un peplo de piel de animal que le llegaba a las rodillas, estaba totalmente armada con una coraza de piel de cabra Amaltea. Llevaba puestas unas botas plateadas y estaba pertrechada con arco, carcaj, flechas doradas y una lanza.
—¡Artemisa! —exclamó Owen.
—Sí, así es —contestó ella con cierto aire de grandeza—. ¿Qué es lo que quieren ustedes con mi presa?
—No queremos nada con Lamía, sólo intentamos salvar al niño que lleva consigo —le contestó Owen muy consciente de que nadie puede meterse con una presa de esta diosa.
—Yo te conozco… —exclamó Artemisa mirando fijamente a Leandra—. ¡Ea! Si eres el nuevo entretenimiento de mi padre.
Leandra se consumió de ira ante aquellas palabras; pero se mantuvo callada.
—Eres dichosa, mortal —prosiguió la deidad—, eres el centro de atención en el Monte Olimpo: Algunos hemos hecho apuestas, muy pocos creen que puedas lograr el reto de Zeus. Yo soy de las que lo dudan, este desafío es duro incluso para un dios.
—Lo sé —Leandra rompió el silencio—, pero enfrentaré todos los riesgos y estoy segura de que triunfaré.
—¡Ja! —se burló la diosa— Tienes mucha confianza, no la pierdas, la necesitarás. Ahora, debo irme. Lamía escapó del tártaro y la voy a regresar.
—¡Espere! —exclamó Lea— ¿y el niño?
—Síganme, los dejaré observarme; pero no se metan o se arrepentirán.
La deidad de la caza, con autoridad, echó a andar su carroza a todo galope y ellos la siguieron, corriendo lo más rápido que puede hacerlo un mortal. Avanzaron un gran trecho detrás de ella, estaban muy cansados y Artemisa casi se perdía entre los tupidos árboles. Tenían dificultad para verla cuando escucharon gritos.
Al llegar se encontraron a aquel monstruo que gritaba y jadeaba al verse dos flechas doradas en el pecho y una en el costado que la hacían sangrar a borbotones, mientras Artemisa tensaba el arco para dispararle la cuarta. Lea buscó con la mirada al niño. No lo veía. El corazón le latía más rápido pensando en lo peor. Los niños son el plato favorito de Lamía y había tenido el tiempo suficiente para devorarlo.
Una cuarta flecha atravesó el otro costado del endriago, que encendió más su ira. Los ojos se le enrojecieron y frunció el ceño con más fuerza. Una y otra vez lanzaba los puñales de sus manos a Artemisa, que volaba en su carruaje alrededor de ella como si fuera una molesta mosca.
—¿Por qué te empeñas en molestarme? —le preguntó Lamía.
—¡Porque te empeñas en salir de tu lugar eterno y asediar a los mortales! Ahora, dime dónde está el niño que secuestraste.
—¡Tengo mucha hambre! ¡Déjame en paz!
—¿Ah, sí? —le dijo encolerizada— Cómete esto—. Y le lanzó una quinta flecha a unos centímetros de la que tenía en el costado derecho. Lamía gritó con intensidad.
—¡No, no sigas!
—¡Dime dónde está!
—¡Te lo digo si me das a la muchacha! —gritó señalando a Leandra.
—¡Ni lo pienses! —gritó Lea.
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Editado: 29.04.2025