Leandra

Navegando en el pasado

El sol se había ocultado en el horizonte y sólo quedaban, casi imperceptibles, algunas nubes anaranjadas. La luna, tan bella como siempre, se asomaba con ímpetu en el firmamento. Estaba llena y era más grande que nunca. Los múltiples faroles del firmamento brillaban intensamente formando diversas constelaciones, entre ellas estaban Hidra y Cáncer, a los que por decreto divino la deidad del matrimonio, Hera, había puesto en el cielo después de que el poderoso Hércules los asesinara para cumplir con los trabajos que le impuso el rey Eurísteo.

El mar Egeo estaba sereno. Las olas, chocando contra el barco, parecían una melodía acompañada de un viento suave que soplaba del sur. Poco a poco la oscuridad se hizo presente, pero una claridad natural le daba un toque mágico a la noche. Los marineros estaban cansados después de aquella recia tormenta y se les escuchaba cantar una que otra canción de su pueblo natal o riendo a carcajadas por las ocurrencias de algunos.

Leandra salió de su camarote. Estaba cansada, pero no podía dormir. Tenía una gran ansiedad y al mismo tiempo estaba feliz por obtener el primer anillo. Philip estaba en el camarote común de la tripulación y no quería molestarlo, así que se fue a caminar sola por la cubierta. Subió al puente donde estaba Roboam timoneando el navío.

Roboam era un hombre de unos cuarenta años. Era de la ciudad de Argos. Era muy alto y delgado, pero su contextura era fuerte e imponente. Él, además del Capitán, era el mejor en el timón. Maniobraba con seguridad y muchas veces salvó la tripulación de zozobrar en poderosas tormentas. Roboam era uno de los hombres de confianza de Owen.

Desde el puente Lea pudo divisar al Capitán sujeto a la batayola de proa, contemplando en la soledad la oscuridad de la noche.

—El Capitán es una persona muy distante ¿verdad? —le dijo Leandra al guía del timón.

—Sí, lo es, sobre todo cuando hay que ir a Creta. Permanece callado todo el viaje, como en otro mundo.

—¿En serio? ¿Por qué? —le preguntó muy intrigada.

—No lo sé. Sólo tengo tres años en este barco, pero me doy cuenta que no le agrada venir a este lugar. Supongo que algo le ocurriría allí; pero el Capitán no es un hombre temeroso. —Hizo una pausa y continuó—: ¡Eres muy valiente! Te has ganado el respeto de la tripulación. Dicen los muchachos que desde que estuvo la hija de Cleto en este barco no ha habido una mujer con las agallas que tienes. Bueno, no es que se suela tener mujeres aquí. En realidad sólo tú y la hija de Cleto. —Y brotó de sus labios una risita tonta y avergonzada.

—Gracias, Roboam. Yo me siento muy contenta de poder viajar en este navío lleno de hombres tan valerosos como ustedes.

Lea se quedó un rato más con el marino y luego se retiró a su camarote; sin embargo, se quedó muy desconcertada con lo que le dijo sobre Owen. El Capitán era muy misterioso y ella cada vez más se sentía atraída por este misterio y estaba dispuesta a descubrir lo que escondía…

Ya sólo estaban a día y medio de llegar a la legendaria isla. Creta era un lugar muy prestigioso, que había alcanzado una gran prosperidad y fama. Aquí reinó el rey Minos, hijo de Zeus y la ninfa Europa, y su esposa Pasifae, una de las tres gracias (Eufrosine, la gozosa; Talía, la floreciente y Pasifae, la resplandeciente).

Cuentan que el rey Minos le pidió al soberano de los mares, Poseidón, que hiciera salir del mar a un toro para alejar a su hermano Radamante del palacio real. Cierto día, en que no se encontraba el rey, Pasifae tuvo como amante al toro y de esta relación bestial nació Minotauro, un intermedio entre hombre y animal, con inmensos cuernos, cabeza de toro, ojos rojos y saltones, hocico por el cual expedía un vapor caliente y una boca abierta por la cual arrojaba llamas cuando bramaba. El cuerpo de Minotauro era musculoso y lo cubría un pelaje azabache. Como este monstruo era antropomorfo construyeron para él un laberinto y cada día le ofrecían una doncella para que saciara su hambre. Esto duró hasta que el valiente joven Teseo lo desnucó con la ayuda de la hija del Rey, Ariadna.

Durante todo el viaje a esta isla Leandra estuvo muy atenta al comportamiento del Capitán y como dijo Roboam se mantuvo taciturno, y sólo hablaba lo necesario. Pero sospechaba que Cleto estaba enterado de lo que le atormentaba, ya que en una ocasión vio que le daba unas palmaditas en la espalda y le decía «tranquilo, todo va a estar bien».

Al caer la tarde Philip y Leandra estaban en babor contemplando el atardecer. Mientras lo veía Lea pensaba en su madre y se preguntaba cómo la estaría pasando sin ella. Por el contrario, el joven cavilaba la forma de conquistar a la muchacha que por tanto tiempo había amado y que por razones adversas no había podido hacer su esposa.

—¿Puedo decirte algo? —se aventuró a decir el joven.

—¿Qué? —le contestó intrigada.

—Te amo… y siento tanta alegría de que pronto serás libre de esa maldición de Zeus. Pero tengo inmensos deseos de besarte… —Y sujetó su mano con suavidad, la que ella retiró inmediatamente sintiendo cómo la desazón la inundaba.

—Perdóname Philip, pero quisiera estar sola. Necesito pensar. —Y con semblante triste se marchó.

Mientras caminaba hacia su camarote su mente la transportó al recuerdo de aquel fatídico día en que todos confirmaron que su maldición era verdadera cobrándose la vida de un inocente. Leandra no pudo evitar que sus ojos derramaran copiosas lágrimas y emitió algunos sollozos. Trataba de evitar que alguien la viera en ese estado y caminó aprisa, casi corriendo, con la mirada en el suelo y las manos sobre la boca; hasta que lo inesperado ocurrió: chocó de frente con el Capitán, quien la miró sorprendido y conmovido a la vez.




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