«Mi padre era un hombre duro, fiel representación de lo que era ser un espartano. Desde niño cumplió su deber de servir en ejército. Sin embargo, todo cambió cuando se sintió atraído por el trabajo de los Periecos, que habitaban la frontera montañosa y marítima de Laconia, y se dedicaban a la agricultura, al comercio, a la industria, a la navegación y a todas las ocupaciones prohibidas a los espartanos.
Cuando cumplió los treinta años, fue declarado oficialmente ciudadano y se casó con una espartana muy bella llamada Galatea. Ella deseaba que mi padre fuera feliz y aceptó su decisión de renunciar al ejército, a pesar de las consecuencias que le traerían. Junto con un amigo, Cleto, mi padre se lanzó a la gran aventura de la navegación.
Un año y medio después mi madre tuvo un parto complicado y falleció. Fue un golpe muy duro para mi padre y me repudió. Recién nacido, me envió a Esparta con una de sus hermanas que estaba amamantando, quien me crió como a uno de sus hijos. A los siete años me entregaron al Estado para ser entrenado como un hijo del regimiento por diez años y luego entraría al ejército.
Me educaron para ser fuerte, para soportar el frío, el calor, el dolor y no quejarme. En mi clase siempre fui el líder por mostrarme superior en inteligencia y fortaleza. Incluso en los concursos de porrazos, yo era siempre el ganador por resistir con gallardía los azotes de los látigos frente del templo de Artemisa. Mi coraje era inspirado por el deseo de ser el hijo perfecto para mi padre, de que él se sintiera orgulloso de mí y me llevara consigo, pues, el que un día fue su sueño, se convirtió en el mío. Pero nunca lo hizo. Él me odiaba y ni siquiera me dirigía la palabra cuando visitaba a su hermana.
Mi deseo de navegar junto a él era tan grande que cuando tenía quince años escapé de la academia y me embarqué en El Vengador sin que se diera cuenta. Cuando me descubrió se enojó muchísimo. Cleto me defendió, pero no pudo evitar que mi padre me atara las manos a la batayola de estribor y me pegara con su látigo hasta cansarse. No emití ningún sonido. En ese momento me di cuenta que el odio que mi padre sentía por mí era irreparable y yo no comprendía la razón.
—¿Por qué me odias tanto? —me atreví a preguntar mientras la sangre corría por mi espalda y el yodo del mar hacía que ardieran mis heridas.
Entonces vi en sus ojos la llama del rencor y el dolor. Me tomó del cuello y me gritó:
—¿Quieres saber por qué te detesto? ¡Asesino! Al nacer, tú arruinaste mi vida, me robaste a la persona que más he amado. Daría todo lo que tengo a los dioses a cambio de que tú fueses el muerto y no tu madre. ¿Qué pretendes abordando mi barco? ¿Ser marino? Pues te equivocaste, volverás a Esparta y haré que te castiguen doblemente por fugarte de la academia.
Con cada palabra que pronunció mi padre sentí cómo mi corazón se desgarró. Mi padre me soltó y se alejó sombrío. Cleto fue el único que me hizo compañía y su hija Mnésareté curó mis heridas. No me moví de aquel lugar en toda la noche y lloré amargamente.
En la madrugada la calma vacía me había venido y Cleto ya no estaba junto a mí. Tenía deseos de morir, de nunca haber nacido, de estar con mi madre en el mundo de Hades y tomé una decisión. No estaba dispuesto a regresar a Esparta ni a la academia. Divisé una isla a poca distancia y sin pensarlo dos veces me lancé al mar. La sal hacía que me ardieran las heridas, pero fui capaz de resistir.
Nadé sin parar, pero no tenía fuerzas y las olas eran muy violentas y me arrastraban a su antojo. Por mi mente sólo pasaba el deseo de que el mar me empujara contra las rocas y acabara con mi existencia. Llegó un momento en el que perdí la conciencia y ya no supe más de mí.
—¡Zoe! ¡Zoe! ¡Está despertando! —escuché la voz de una niña.
Al abrir los ojos vi dos figuras femeninas de diferentes edades observándome.
—¿Estás bien? —me preguntó la mayor.
Cuando tomé conciencia de mí sentí un gran dolor en mi espalda e intenté sentarme. Las dos muchachas me ayudaron y al ver mis heridas se asustaron.
—¿Qué te pasó? —me preguntó la menor a la que no pude responder pues nuevamente quedé inconsciente.
Ya había caído la tarde cuando desperté. Estaba boca abajo sobre un lecho y tenía la espalda vendada. Al lado izquierdo estaba sentada en el suelo una muchacha de unos catorce años. Ella me contemplaba con mucha ternura.
—Qué bueno que ya despertaste —me dijo. Era la misma joven que me encontró.
—¿Dónde estoy? —pregunté con dificultad.
—Estás en Creta. Mi hermana y yo te encontramos inconsciente en la orilla del mar, ¿qué te pasó?
—Naufragué —mentí.
—¿Y esas heridas?
—No quiero hablar de eso —le dije muy nervioso. No podía contarle la verdad.
—Está bien, ¿cuál es tu nombre?
—Owen…
—Mi nombre es Zoe.
En ese momento entró en la habitación un hombre de rasgos bondadosos y le dijo a la muchacha:
—Zoe, no molestes al joven, está muy débil y necesita descansar.
—Su nombre es Owen, papá —dijo entusiasmada.
—Mañana hablaremos con él.
—Sí, papá. —Y caminaron hacia la puerta—. Hasta mañana, Owen.
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Editado: 29.04.2025