Leandra

Atenea y el mundo de Morfeo

La noche había caído. Atenas se veía alumbrada por el astro lunar y las lámparas de aceite de las casas. Esta ciudad era hermosa tanto de día como de noche. Había un aire de grandeza en ella que se respiraba por todas partes, y era imposible no quedarse admirado de la belleza de esta importante polis. La gente aún transitaba por las calles y se veía a los jóvenes en sus jergas riendo, cantando y bailando. Además, no dejaba de aparecer alguno que se haya pasado con la ingesta de vino y deambulara ebrio y sin rumbo, honrando a Dionisio, dios del vino y el placer.

El Capitán Owen parecía conocer perfectamente las calles y callejones de la ciudad, pues transitaba con mucha seguridad e indicaba a los demás los atajos por donde acortaban camino. En un rato de caminata, doblaron en una calle desde donde vislumbraban frente a frente la Acrópolis, con toda su majestad, sobre una colina. La oscuridad le daba un toque mágico y la luz de las antorchas la hacía ver gloriosa. Nada menos para los dioses como esta inmensa edificación.

Por fin se encontraron al pie de la empinada rampa. Subieron los escalones hasta llegar ante el propileo o atrio, construido con un mármol blanquísimo. Extrañamente no había nadie en la entrada. La atravesaron con sumo cuidado, mirando a todos los lados para no ser descubiertos. Debían ser muy cautelosos para no dejarse sorprender, ya que si los encontraban rondando a esa hora, creerían que eran ladrones y probablemente los mataran antes de preguntar, en especial, a la mujer vestida de hombre.

Habiendo entrado, Leandra se detuvo y contempló el lugar. Tenía un aspecto diferente a como lo había visto hacía unas horas en la celebración de las Panateneas. Pero pensó que esto lo causaba el efecto de la noche.

—¿Hacia dónde debemos ir? —preguntó Owen—. Está el templo de Atenea Niké y el de Atenea Partenos.

Pero la joven no le hizo el menor caso a sus palabras. Leandra sentía que su corazón se saldría de su pecho por las fuertes palpitaciones que tenía. Estaba muy nerviosa. No sabía qué le esperaba. Tenía la duda de si la diosa sería hostil con ella como lo fue Artemisa o recordaría lo devota que es ella a su persona. Mientras tanto, el sueño que la dominaba, se había disipado y ella estaba bastante lúcida. Sin embargo, no dejaba de sentir una extraña sensación de que había algo muy extraño, pero no se dio cuenta de lo que era.

Fue, entonces, cuando se fijó en la monumental estatua de Atenea Promacos, la que lucha delante cuando dirige la batalla. Se alzaba con majestuosidad con unos quince metros de altura. La estatua estaba hecha de bronce, fundida de los expolios de los atenienses en la batalla de Maratón. Las proporciones de esta estatua eran tan enormes que la brillante punta de la lanza, que llevaba en la mano derecha, y el penacho del casco eran visibles para los marineros que se aproximaban al Pireo desde Sunión. Apoyaba la mano izquierda en el gran escudo argólico, en cuyo centro aparecía esculpida batallas de centauros y lápitas. Era hermosa. Leandra disfrutó verla y tuvo la sensación de que la amaba, había sentido su protección desde que era una niña y esto la hacía sentir verdaderamente dichosa.

—La estatua… —balbuceó Leandra cuando Owen la miró interrogándola.

—¿Qué pasa con la estatua? —preguntó mientras todos se acercaban a ella. Pero ella no contestó, sino que se abrió entre ellos con la mirada fija. Caminó hacia ella y se detuvo a unos pocos pasos. Entonces, sucedió lo más sorprendente que habían visto.

—Querida Leandra —dijo con ternura la efigie. Leandra hizo una genuflexión al igual que sus compañeros—. Pónganse de pie, no hay tiempo que perder. Mi Padre Zeus, teme que yo pueda ser condescendiente contigo y ha enviado a alguien más para probarte. Morfeo, el amo del sueño, será tu adversario.

—¿Qué debo hacer? —preguntó ella.

—Hija mía, sólo puedo decirte que nada es lo que parece. No tengas miedo, dentro de ti misma encontrarás la solución.

En ese mismo momento, Lea pudo ver cómo se desvaneció todo a su alrededor: los edificios, la muralla, el Partenón, incluso desaparecieron Cleto, Philip y Owen. Todo se volvió muy confuso. Al principio vio que todo daba vueltas y después que todos los colores se unían y daban vueltas. Luego ella misma daba vueltas también. Tuvo que cerrar los ojos, pues la sensación de mareo era muy fuerte y temió caerse.

Entonces, sintió que pasaba la desagradable sensación y que el movimiento se detenía. Abrió los ojos y observó el lugar en donde estaba. Había una oscuridad total. No distinguía ni siquiera su propio cuerpo, a excepción del dedo donde llevaba el anillo, pues una hermosa luz azul salía de la piedra preciosa. Extendió los brazos hacia adelante para examinar el lugar donde estaba, pero estaba vacío. Los extendió a los lados y sintió que los dedos de ambas manos rozaron una pared. Se acercó a su lado derecho y tocó. Era una pared rocosa muy húmeda, y se dio cuenta que en el silencio que había se empezaba a escuchar el golpeteo de agua en algún lugar a lo lejos.

Decidió seguir adelante pues se imaginaba que más allá se encontraría con su prueba, fuera lo que fuera ha hacer el dios Morfeo. En seguida, se dio cuenta que el suelo era también rocoso, con piedras deformes que dificultaban la marcha y llegó a pensar que tal vez se encontraba en alguna cueva. Sin embargo, con sumo cuidado para no caerse, avanzó hacia adelante apoyando su mano derecha sobre la húmeda pared.

Por cinco minutos caminó por aquel túnel sin encontrar nada. El golpeteo se intensificaba. Empezaba a sentirse cada vez más incómoda en aquel lugar oscuro. No le gustaba, odiaba los lugares cerrados, pero estaba bien porque podía caminar con libertad. Pero, de repente, vio que más allá se veía una tenue luz amarilla y caminó más aprisa.




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