Leandra

Hetairas

Hace muchas lunas atrás, cuando Owen ya había regresado a la academia después de lo sucedido en Creta, llegó al Vengador un joven llamado Attis, que fue bien recibido por el padre de Owen por sus habilidades marítimas. Mnésareté estaba en la flor de la juventud y al verse quedaron prendados uno del otro. Al parecer Eros andaba por esos alrededores jugando con su arco y sus flechas encantadas.

Attis era un hombre atractivo, originario de Atenas. Su edad oscilaba entre los veinticinco y treinta años. Era fuerte, inteligente y muy encantador. Era alto, su piel estaba quemada por el sol, sus ojos y su pelo lacio eran castaños. Era todo un prospecto. Mnésareté era una joven muy rebelde. Lo cual era de esperarse en una niña que termine de criarse entre hombres y en medio del mar. Sin embargo, el amor que sentía por aquel hombre le dio un giro total a su vida.

Al principio, mantuvieron su amor en secreto. Attis se ganó a Cleto con su simpatía y honradez. La pareja decidió revelar su gran amor y los planes que tenían de irse a vivir a Atenas en la tranquilidad de las tierras que poseía Attis y que había heredado de su padre.

Así lo hicieron. En honor a la única mujer tripulante de El Vengador, el Capitán Owen dirigió el navío hacia Atenas y allí celebraron el matrimonio de Mnésareté y Attis. Los primeros tres meses fueron muy felices. Mnésareté aprendió a vivir como una señora y no como una marinera rebelde. Se arreglaba y vestía hermosas piezas como las mujeres nativas de la gran polis.

Sin embargo, al pasar el tiempo, Mnésareté empezó a notar algo extraño en su marido. Hacía misteriosas salidas en las noches y regresaba al amanecer. A veces llegaba ebrio o con un intenso olor a vino y notó que algunos objetos valiosos desaparecían de la casa. Ella le pedía explicaciones pero él siempre tenía excusas que no eran nada convincentes.

Una noche ella decidió seguirlo y vio que entraba a una taberna. Ahí descubrió en qué se la pasaba su marido todas las noches: apostando y jugando con amigos. Era un adicto al juego y apostaba cosas valiosísimas; en ocasiones ganaba y en otras perdía, pero no podía evitar jugar. Mnésareté se enfureció mucho y fue hasta donde estaba él y sus amigos y volcó la mesa. Esta acción encolerizó a los jugadores.

—¿Cómo te atreves, estúpida mujer? —gritó uno.

—¡Mnésareté! ¿Qué haces? —la interrogó Attis.

—¡Eres un mentiroso! En esto es que te pasas todas las noches —le contestó ella, y los hombres que estaban alrededor del escándalo empezaron a gastarle bromas a Attis sobre lo poco hombre que era.

—¡Cállate, mujer! Yo no tengo por qué darte explicaciones de lo que hago —dijo encolerizado—. Vete a la casa, a hacer cosas de mujeres. —La muchacha echó una carcajada.

—No te equivoques conmigo, Attis. Yo no me someto a... —Y antes de que terminara la frase, Attis le propinó una bofetada tan fuerte que cayó al suelo—. ¡Eres un maldito! —le gritó levantándose con intenciones de enfrentarse a él; pero un hombre, al que no le vio el rostro, la detuvo.

—Tranquilízate jovencita, es mejor que te vayas a tu casa. No lograrás nada. Attis, arregla tus problemas con tu mujer a puertas cerradas, y no vengas aquí a golpearla.

La autoridad de este hombre fue obedecida y Attis se marchó con Mnésareté, quien no pronunció más palabras hasta que llegaron a la casa.

—Por todos los dioses, te juro que si me vuelves a poner un dedo encima no vivirás para contarlo.

Después de lo ocurrido, Mnésareté se distanció de su marido. Él siguió jugando y como ella ya sabía su secreto, lo hacía descaradamente. Llegó un momento en que no sólo apostaba, si no que llegaba ebrio y con maquillaje y perfume de mujer en su túnica. Mnésareté se cansó de esa situación y decidió irse de aquella ciudad y abandonar a Attis; así que cada denario que consiguió lo guardó hasta tener el oro suficiente para concretar sus planes. Sin embargo, nunca llevó a cabo su idea, pues una mañana llegó a su casa un grupo de hombres acompañados de hoplitas y carretas.

—¿Qué desean?

—Tu esposo —le contestó Julián, el que la había detenido aquella vez—, perdió una apuesta anoche. Es una cantidad que no puede pagar y hemos convenido que me dará la casa y todas sus pertenencias, incluyéndote.

—¿Qué está diciendo? ¡Usted no tiene ningún derecho sobre mí y tampoco Attis! Yo soy una mujer libre, soy ciudadana de Tebas.

—Lo siento por usted, señora —dijo un hoplita—, pero en Atenas su esposo es su dueño y ahora usted es esclava del señor Julián, quiera o no. Así que no ponga resistencia.

—Ustedes no pueden hacer esto. ¿Dónde está Attis?

—En prisión. Sus pertenencias no son suficientes para pagar lo que debe, así que lo hará encerrado por muchos años.

«Esto no es posible», pensó Mnésareté viendo lo terrible de su situación. Dos hoplitas la tomaron cada uno por un brazo y se la llevaron junto con las que fueron sus pertenencias. Desde ese momento empezó a odiar a Attis.

Julián era uno de los hombres más influyentes en Atenas. Su casa era una de las más bellas y ostentosas. Estaba llena de criados y criadas, hermosas esculturas y grandes jardines. Su esposa se llamaba Agatha y tenía tres hijos, dos muchachos y una muchacha. Agatha era una mujer hermosa, a pesar de que ya no era tan joven. En una época de su vida fue muy famosa en Atenas y fue modelo de muchos escultores.




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