Leandra

Las Erinias

La maldad de Zeus era infinita. No le bastó con ocasionar la muerte de Philip, sino que también impidió que le hicieran ritos fúnebres. Leandra estaba inconsolable. A todos les partió el corazón la situación de la muchacha. Desplegaron las velas y continuaron su viaje, pero desde entonces en el barco reinó un ambiente triste. Philip era un joven simpático y de buenos sentimientos y se había hecho amigo de toda la tripulación.

Leandra paró de llorar, pero su mirada expresaba que no estaba bien. Todos estaban conmovidos, pero el Capitán estaba muy preocupado por la tristeza que tenía la muchacha. En lo que pudo trató de brindarle su apoyo, pero ella se mantuvo en un mutismo total. Fue al camarote de la tripulación y recogió las pertenencias de su amigo y se encerró en su camarote. Varias veces Cleto tocó a su puerta con la intención de que Leandra comiera algo; pero no obtuvo respuesta. Incluso el Capitán, guiado por la preocupación, al no recibir respuesta por parte de ella, abrió la puerta y la encontró sentada sobre la cama con brazos y piernas cruzadas y la mirada perdida.

—Leandra, necesitas comer —señaló.

—No tengo hambre —contestó después de una larga pausa.

Owen entró al camarote y se sentó junto a ella.

—Entiendo cómo te sientes y sé que Philip no hubiera querido que sufrieras así —le dijo acariciando su mejilla derecha.

Ella mantuvo su mirada en la nada.

—Eres una mujer fuerte. Vas a superar esto.

Entonces, tomó las manos de la muchacha y las examinó. Se dio cuenta que aún tenía los jirones ensangrentados que le colocó en la fragua de Hefestos y, sin decir una palabra, salió del camarote y en seguida regresó con una vasija con agua, otra con hierbas machacadas y paños limpios. Lavó sus manos con suavidad y comenzó a colocar el sumo de las hierbas, ella no se quejó y sabía que ardía, pues, momentos antes, Cleto se las había puesto en la herida de flecha antes de vendarlo. Cuando terminó su trabajo agregó:

—Puedes contar conmigo para lo que necesites.

Leandra agradeció con toda su alma lo que hacía el Capitán con ella. Owen se mostró muy amable y dulce, a pesar de lo rudo y tosco que era. Por las palabras de apoyo que le dio arqueó los labios hacia arriba para mostrarle que estaba agradecida; pero entonces, Leandra percibió de reojo la figura de alguien en la puerta de entrada. Al voltear no había nadie. Solo fue su imaginación; sin embargo, tenía la extraña sensación de que era observada. Owen recogió las vasijas, se puso de pie y salió del camarote prometiéndole que le traería un trozo de pan y vino, pues no permitiría que pasara hambre.

Leandra se quedó sola con sus pensamientos. Decidió recostarse boca arriba en el lecho y, mientras miraba los tablones de madera que componían el techo de su camarote, recordó algunos episodios de su vida junto a Philip: cómo se mantuvo fiel a ella a pesar de la maldición que pesaba sobre su familia; las veces que se peleó con sus padres y hermanas por su causa y les juraba que ella sería la mujer con quien se casaría. La familia de Philip tenía razón: ella solo ocasionaba desgracias a todas las personas que se le acercaban.

A raíz del desprecio que sentía la familia de Philip por Leandra, ella imaginaba la reacción que tendrían cuando regresara a Corinto sin él. Esta vez sí sería lapidada y con toda razón. Lo merecía. Por su causa Philip había muerto. Esas flechas eran para ella y solo ella debía morir. Ella lo arrastró hacia el peligro. Nunca debió haber aceptado que él la acompañara en esta aventura tan peligrosa. Él debió quedarse en Corinto y esperar hasta que fuera libre de su maldición, solo así no le haría daño y se casaría con él como le había prometido. Pero fue débil. Su tonta dependencia a su protección la obligó a traerlo consigo. Ella merecía morir y no él.

Las lágrimas brotaban de los ojos de Leandra como un manantial cristalino manando agua salada. Tenía el corazón destrozado. Estaba al borde de la locura. La culpa que sentía era inmensa. Los recuerdos chocaban en su mente como dedos acusadores. Lo veía una y otra vez salvándola y recibiendo esas flechas que eran para ella.

—¿Por qué lloras ahora? —le preguntó una voz conocida.

—¡Philip! —exclamó sentándose en la cama sobresaltada. Junto a ella en la cama estaba sentada la figura triste y pálida de su amigo—. No es posible.

—Lo que no es posible es que yo esté muerto por tu culpa. Tú deberías estarlo y no yo. Yo te amé tanto… Anduve detrás de ti como un perro y no me daba cuenta que tú solo querías mi amistad para que te protegiera. Nunca me amaste, solo me utilizaste. Eres una maldita de los dioses y me has arrastrado contigo a tu maldición. Eres una asesina, asesina, asesina…

La palabra asesina martillaba en su mente sin parar. Leandra cerró los ojos y echó un grito desesperado. Al abrirlos estaba acostada sobre la cama bañada en sudor y descubrió que había sido una pesadilla. Sin embargo, aun sentía aquel amargo sentimiento de culpa atormentándola.

—No ha sido un sueño —susurró una voz femenina. Leandra se sentó en la cama y vio que tres mujeres la observaban de pie.

Aquellas mujeres vestían una túnica transparente hasta los muslos, mostrando sus largas y hermosas piernas; una vestía de color rojo, otra de naranja y la más aterradora, de negro; pero a través del vestido se distinguía la silueta perfecta de sus cuerpos. De esos mismos colores era el maquillaje que llevaban en la cara.




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