Leandra

El Oráculo de Delfos

—La maldad de Zeus no conoce límites —comentó Leandra a Owen mientras tomaba un sorbo de vino para poder soportar el frío del mar cuando la noche caía. Owen timoneaba el barco mientras Lea lo observaba. Hacía buen viento y no necesitaban los remeros.

—Lo importante es que vencimos —contestó.

Owen estaba complacido. Zeus cumplió su promesa y Leandra, aunque recordaba a Philip y se lamentaba por su muerte, estaba tranquila y su partida se hizo más llevadera.

—Tienes razón. Todo esto está a punto de terminar, pronto veré a Lysander y seré libre. —Y como un relámpago una idea atravesó su mente—. Quiero preguntarte algo, pero quiero que respondas con sinceridad.

—Claro que sí —contestó volteando unos segundos para ver su rostro y percibió que las mejillas de la joven se habían cubierto de un tinte rosa.

—En Milo, me besaste… —Owen guardó silencio.

Él sabía que era cuestión de tiempo para que ella le hablara sobre eso y era consciente de que tenía que ser cuidadoso con su respuesta. Para Owen besar a Leandra fue una experiencia única. Sintió cómo su inocencia y pureza llenaba todo su ser y que sus labios eran exquisitos como la ambrosía, néctar de los dioses. Desde Zoe no había probado unos labios tan cándidos y llenos de amor. Se había acostumbrado tanto a los besos salvajes de mujeres sin escrúpulos, que había olvidado el sabor primaveral de unos nardos recién florecidos, como era aquella muchacha.

Sin embargo, no podía despertar en ella la más mínima ilusión, pues sus intenciones no serían serias, ya que en su vida no cabía la posibilidad de formar una familia, y sobre todo, no podía jugar con los sentimientos de la hermana pequeña de su mejor amigo.

—Mil disculpas por mi atrevimiento. Es solo que el momento… no debió ocurrir, fue una torpeza mía. No quiero que vayas a creer que yo…

—Descuida —lo interrumpió—, nuestra relación la une Lysander y nada más. Lo único que quiero saber es si mediste las consecuencias de haber hecho eso, ¿no temiste que por mi maldición te ocurriera algo desastroso?

—La verdad es que no pensé en nada de eso. Yo no te veo como una persona maldita y, además, creo que Zeus estaba de buen humor.

Leandra guardó silencio y le dedicó una sonrisa al Capitán en agradecimiento a su concepto sobre ella y su maldición. Leandra y el Capitán siguieron por un buen rato su conversación. Era increíble, pero ella había descubierto que tenía muchas cosas en común con él, que Owen no era solo el pedante y soberbio Capitán de El Vengador, sino que podía ser tierno y amistoso, y con toda seguridad, podría llamarle amigo.

El viaje fue muy tranquilo. El viento los favoreció y llegaron, en menos tiempo de lo esperado, al puerto de Itea, la puerta más cercana desde el mar a Delfos. Se respiraba un aire fresco, a pesar de que el sol danzaba en el centro del firmamento. El puerto estaba muy concurrido. Había varios navíos atracados. La ciudad estaba de fiesta, pero sobretodo lo que más atraía a la gente era el Oráculo, las profecías de la pitonisa del templo.

Para la misión de encontrarse con Apolo desembarcaron Owen, Leandra y Cleto; mientras que Roboam y dos tripulantes más bajaron a comprar provisiones. El resto se turnaron para bajar y estirar las piernas por los alrededores.

Leandra, Owen y Cleto anduvieron por bastante rato. El camino estaba lleno de personas de todas las naciones. Se comercializaba todo tipo de cosas: desde hilos hasta esclavos extranjeros. Esto último molestaba a Leandra, pues eran muy maltratados y solo porque Owen la contuvo no trató de intervenir.

La gente no paraba de hablar. Era el día en el que la pitonisa hacia los oráculos y las personas estaban muy emocionadas y parloteaban acerca de lo que les diría la sacerdotisa de Apolo.

El Monte Parnaso se imponía con magistral belleza, como si gritase la magnanimidad del dios. En este elevado monte estaba edificado el Santuario. Caminaron más aprisa hacia la Puerta de Milcíades donde iniciaba la vía sacra, camino que iba montaña arriba hasta llevarlos al templo. La vía estaba muy concurrida. A ambos lados del camino contemplaron los tesoros o las capillas donde se depositaban las ofrendas. Estaban el Tesoro de Siracusa, Tesoro de Cirenea, Tesoro de Cnido, Tesoro de Sifnos, Tesoro de Sición, Tesoro de Tebas, Tesoro de Corinto, Tesoro de los etruscos, Tesoro de los atenienses. Todas las capillas estaban decoradas con una pomposa belleza y resplandecían a la luz del sol. Por doquier podía admirarse la estatua de algún dios, pero sobre todo, se alcanzaba a ver la figura poderosa y atractiva del dios.

La belleza de este dios daba mucha curiosidad a Leandra, pues todos hablaban de que era el más bello de los dioses y ella se preguntaba si serían ciertas las habladurías de la gente. Pero su belleza no le preocupaba tanto, sino la forma en que la recibiría. No sabía si el dios sería amistoso o, por el contrario, seguiría el ejemplo de su hermana Artemisa, quien iba en contra de Leandra en la apuesta hecha entre los dioses. Sin embargo, lo que había escuchado de Apolo era que, además de ser un dios apuesto y un excelente atleta, era un dios benevolente, amante de la poesía, la música, la belleza, combinado con el arte de la profecía.

Llegaron hasta la entrada del gran templo. Allí se encontraba una multitud agrupada esperando su turno para recibir el oráculo de la sacerdotisa. Se alejaron un poco de la gente y debatieron:




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