Leandra lo pensó un momento. Era una decisión muy difícil de tomar. Pensó que Owen tuvo un pasado cruento y que podía ser juzgado en su contra y pasar la eternidad en el Tártaro y que, en cambio, Philip era un hombre bueno y virtuoso y según aquellas almas él estaba en los Campo Elíseos. Su corazón se comprimió porque debía escoger entre estos dos hombres que tanto amaba. Pero era evidente que Owen tenía un alto grado de estar en el infierno.
—Elijo a Owen. —Fue su respuesta, y nunca una decisión le había dolido tanto, pues Philip era parte de su vida.
—Ése hombre no ha llegado aún al inframundo. Piensa en otra persona —respondió Hades cerrando los ojos por un momento como si tratara de localizarlo en sus dominios.
Leandra se entristeció aún más porque eso significaba que jamás volvería a verlo y se sentiría culpable por el resto de su vida por haberlo arrastrado hasta este trágico fin.
—Entonces, elijo a Philip de Corinto.
—Muy bien. Ahora, regresa a la superficie y donde esté el cuerpo de Philip allí irá su alma. —Hizo una pausa para aclararse la garganta y continuó—: Te felicito, has demostrado que tu familia merece el poder de los anillos.
Leandra no comprendió las palabras de Hades y cuando se disponía a preguntar Hermes le entregó la espada de Owen y le ofreció su mano para llevarla al lugar por donde había entrado.
En poco tiempo llegaron a la orilla del río Estigia, donde estaba Caronte cobrando el pasaje a las almas. Por un momento observó la fila de difuntos con la esperanza de ver a Owen o a alguno de la tripulación, pero se sintió decepcionada al no encontrar a nadie.
—Vamos, sube. Es hora de reclamar tu premio —la apuró Hermes diciendo adiós con su mano y elevándose por los aires.
Leandra lo obedeció y siguió de regreso el oscuro camino que la había llevado al inframundo. Leandra tenía en su pecho muchos sentimientos. Sentía mucha alegría porque pronto volvería a ver a su hermano, Philip estaría con vida y su maldición tendría fin; pero, por otro lado, sentía una tristeza profunda, ya que muchas personas tuvieron que pagar con sus vidas.
Pensó en Owen y, en un momento, llegaron a su mente los hermosos recuerdos que guardaba de él y sintió que tibias lágrimas corrían por sus mejillas y lamentó que se marchara por siempre sin que ella le dijera que en todo el año que navegaron juntos había aprendido a amarlo y que si pudiera preferiría su maldición a cambio de su vida.
Una luz se veía al final del túnel y cuando estaba cerca la sombra de una figura femenina se asomó. Cuando Leandra llegó Atenea la estrechó en un fuerte abrazo.
—¡Sabía que lo lograrías! —le dijo enjugando sus lágrimas con sus pulgares.
—Sí, pero el precio ha sido inmenso —contestó con la mirada en el suelo.
—Has hecho un buen trabajo —resonó la estremecedora voz de Zeus—. Has demostrado que tienes las agallas suficientes para lo que te espera.
—¿De qué estás hablando? —exclamó levantando el rostro al cielo—. ¿No es suficiente para ti todo el daño que me has hecho?
—Es tiempo de que conozcas la verdad —contestó Zeus.
—¿De qué verdad estás hablando?
En ese instante Atenea tomó de la mano a Leandra y la hizo girar hacia atrás y pudo ver que en medio de chispas doradas aparecía la imponente figura de un hombre. Era fuerte como un roble y muy alto. Su pelo corto era negro y brillaba como una noche estrellada; su piel estaba un poco quemada por el sol, pero se apreciaba suave y delicada. Tenía una barba de dos días, que lo hacía ver muy varonil y le daba un toque de sobriedad. Su atuendo era elegante y en el cinto llevaba colgada una magnifica espada con incrustaciones de piedras preciosas en la empuñadura.
Sin embargo, lo que llamó la atención de Leandra fueron sus ojos grisáceos y pudo reconocer en ellos a su hermano Lysander. El rostro de la muchacha se iluminó y se abalanzó sobre él. Lo abrazó con todas sus fuerzas y lloró copiosamente. Él estaba muy conmovido y abrazándola fuerte la levantó y dio vueltas con ella, cual si fuera una niña en los brazos de su padre.
—Que hermosa estás, Lea. ¡Cómo has crecido! —exclamó poniéndola en el suelo y acariciando sus mejillas y su alborotado pelo—. Eres toda una mujer.
—No puedo creer que estés aquí —dijo entre sollozos—. Te extrañé tanto. Pero estoy aquí y todo será como antes.
—No, Lea, no es como piensas.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Es tiempo de que conozcas los motivos por los que estás aquí —contestó Zeus.
Leandra no comprendió lo que ocurría y tuvo una corazonada de que las cosas se complicarían más, que aún no había terminado.
—Tu padre, Leander, era mi hijo y de una nereida llamada Alexia. Por esa razón poseía dones especiales, era muy poderoso y hábil, y le concedí capitanear mi barco «El Relámpago». Por su capacidad Leander se ganó muchos enemigos entre dioses y mortales, y le tendieron una trampa para matarlo y que sus poderes se perdieran; pero yo tomé sus dones y los coloqué en cuatro sortijas. Sin embargo, para que ustedes los obtuvieran necesitaba saber si eran merecedores.
Leandra no daba crédito a lo que escuchaba. Ahora comprendía muchas cosas de las que le decía su madre y de todo el misterio que rodeó a su padre.
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Editado: 16.10.2025