[HYUNJIN.]
Entré en el vestíbulo sin esperar al chico. Sus pasos no me siguieron, pero lo harían.
Todos caían en la línea, eventualmente.
Niños predecibles, poco inspirados y con derechos. Siempre eran difíciles el primer día, se peleaban con sus nuevos límites, estaban resentidos por dejar a sus amigos y sus mansiones. Y yo tenía el imposible trabajo de moldearlos en algo mejor. Los estratos superiores de la sociedad vivían en un mundo de superficies espejadas y relaciones poco sinceras en el que el valor de una persona se correlacionaba con lo que podía tomar, controlar y mantener sobre los demás.
Hacer que los niños ricos y mimados sean más inteligentes y fuertes no era lo mejor para la sociedad en su conjunto. Volverlos hombres y, en casos como este, regresarlos al camino que la Biblia estipulaba, eran puras falacias. Lo que estos estudiantes necesitaban eran lecciones de bondad de un modelo positivo.
Pero yo no era ese tipo.
Así que me quedé con lo que se me daba bien. La disciplina.
A mitad del pasillo, lo sentí salir del aula detrás de mí.
—¿Dónde está mi madre? —Intentó sonar seguro, pero su voz se tambaleó en los bordes, confesando su angustia.
¿Quién iba a pensar que el mimado príncipe Yang tenía la capacidad de preocuparse por algo que no fuera él mismo? Su reacción ante el murciélago fue una presentación desarmante de su carácter. Pero lo anuló con sus réplicas sarcásticas y sus intentos pasivo - agresivos de menospreciarme.
Ningún estudiante había sido tan audaz.
Mientras se quedaba atrás, esperando mi respuesta, su animosidad coagulaba en el aire. Una mirada por encima de mi hombro lo confirmó. Un infierno consumía sus enormes y expresivos ojos, sus labios se curvaban hacia atrás, mostrando afilados dientes de gatito. El cabello rubio pálido se ubicaba enredado terminando en su nuca, y sus pequeñas manos se cerraban en puños blancos a los lados.
Su mirada furiosa no bajó, nunca se debilitó, completamente concentrado en la fuente de su indignación. Él me desprecia. Lo cual también era atípico.
Todos mis alumnos sentían alguna forma de inquietud en mi presencia. Pero ninguno me odiaba. Todo lo contrario. Con demasiada frecuencia, me encontraba reprendiendo el coqueteo no deseado de los pecadores o, peor aún, el enamoramiento. Sospechaba que eso no sería un problema con Yang Jeongin, sin importar sus tendencias de homosexualidad, pero a pesar de todo eso, era igual que cualquier otro niño alimentado con un fondo fiduciario, un chófer personal, un armario lleno de zapatos de diseño y carga emocional.
Debería decirle la verdad sobre su madre, que la mujer pretendía irse sin despedirse. Pero las palabras no llegaron. En su lugar, me detuve en mi aula y señalé el interior.
—Ella está esperando.
Esperando, porque le había dado esa orden cuando salí a buscar a su hijo. Necesitaba dejar algo muy claro a ambos antes de que se separaran.
Cuando Jeongin se acercó, no di un paso atrás, lo que lo obligó a pasar a junto a mí.
—Asesino. —Escupió en voz baja y entró en la habitación.
Con el interés de avanzar en esto, lo dejé pasar. Habría mucho tiempo en los próximos meses para castigar su boca.
Lo seguí y cerré la puerta.
—¿Por qué han tardado tanto? —Jiwon se acercó a mí, con el bolso en la mano, con aspecto de estar desquiciada y con ganas de marcharse.
—Tomen asiento. —Señalé con un dedo la primera fila de pupitres—. Por favor.
—Me sorprende que sigas aquí. —Jeongin se dejó caer en una silla y se cruzó de brazos—. Me imaginé que te habrías escapado cuando tuviste la oportunidad.
—Yo no me escapo…
—Señora Yang. —Señalé con la cabeza el asiento detrás suyo—. Siéntese.
Aspiró con indignación y las delicadas cuerdas de su cuello se tensaron contra su piel. Piel impecable. Huesos delgados. Ella se magullaría tan maravillosamente en las manos equivocadas.
En otra vida, las mujeres mayores eran mi debilidad. Pero no en esta. No en esta vida y no en esta mujer. Jiwon era, por definición, glamurosa. Pómulos regios. Una boca madura de color escarlata. Un cuerpo que presumía de ir regularmente al gimnasio. Y ni un cabello rubio brillante fuera de lugar. La encontré muy poco atractiva. Era arrogante y ávida de poder, con un código ético propio de Lucifer. Por lo que sabía a través de mi propia investigación, la fría reina no tenía ninguna cualidad redentora.
Me sostuvo la mirada en un silencioso enfrentamiento, que duró un segundo más antes de sentarse en la silla de atrás. Era una mujer inteligente. Lo suficientemente inteligente como para saber que yo no era un hombre que se echara atrás.
En cuanto a su hijo…
Jeongin se encorvó más en la silla, dirigiendo su mirada de forma beligerante a cualquier lugar menos a mí dirección.
—Joven Yang. —Me puse delante de él, endureciendo mi voz—. Siéntese derecho.
Sus ojos se alzaron. Unos ojos de infarto que expresaban la emoción con una claridad visceral. Me atravesaron cuando dijo:
—Dos palabras.
Jiwon jadeó.
Le di una patada a la punta del zapato del chico con la fuerza suficiente para que saliera disparado en la silla.
—Ésa. —Señalé su posición de vara—. Es la postura que espero en mi clase. Me ocuparé de tus otras transgresiones más tarde.
Congelado por la conmoción, sus labios formaron una “O”. Su cabello, de un tono dorado pálido, se miraba rebelde y desprolijo, desvaneciéndose hasta alcanzar el color de las perlas cultivadas, como si el sol lo hubiera blanqueado de forma natural. Sus largas pestañas se extendían desde unos extraordinarios ojos envolventes, de color azul claro y excesivamente llamativos. Si a ello se añade su nariz pequeña y puntiaguda y su delicada estructura ósea, su aspecto es claramente el de un elfo. Una belleza rara con un rostro que desvelaba la magia cada vez que se lo provocaba.