[JEONGIN.]
El miedo se introdujo en mi torrente sanguíneo, sacudiendo mis extremidades. Cerré la puerta con un sonoro chasquido, y me encogí de miedo cuando el Padre Hyunjin giró dándome toda la atención de su mirada.
—He salido a dar un paseo durante el almuerzo. —Me pasé las palmas húmedas por la ropa—. Me quedé dormido en la arboleda. Lo juro, no era mi intención. Es que… no pude dormir anoche y…
—Cállate. —Su tono áspero rebotó en el aula, haciéndome tragar saliva.
Se sentó en el borde de su pupitre sin quitarme los ojos de encima. Los míos estaban pegados a él. No sabía lo que estaba pensando o lo que pretendía hacer, pero me había puesto en esta situación. Lo menos que podía hacer era enfrentarme a él como un adulto.
—No voy a repetir tus violaciones. —Dio un golpecito con el dedo en el escritorio. Golpe. Golpe. Golpe. Su mano se detuvo—. En total, has acumulado ochenta y siete minutos de castigo.
—¿Qué? No tuve tantos…
—¡Silencio!
Me dolía la mandíbula mientras la mantenía rígidamente cerrada, deseando más que nada desaparecer. ¿Iba a golpearme durante ochenta y siete minutos? Maldita sea.
Dios, no sobreviviría a eso.
¿Cuántos golpes podría soportar antes de desmayarme? Nadie me había golpeado antes.
—Escúcheme alto y claro, joven Yang. —Se bajó del escritorio y se acercó al enorme crucifijo en la pared—. Cumplirá su penitencia sin quejas ni descuidos. Si no lo hace, el reloj se reiniciará y añadirá más tiempo al final.
—Necesito usar el baño.
—No. —Él torció un dedo—. Ven aquí.
Le sostuve la mirada con cada paso a regañadientes. No fue fácil. Su juego de contacto visual era muy superior al mío, su mirada mucho más arrogante y amenazante. Pero me negué a darle la satisfacción de verme acobardado.
Yo era un Yang, y maldita sea, actuaría como tal.
Así que mantuve mis ojos nivelados en los suyos y me paseé a través de la corta distancia.
—Ponte aquí y mira hacia la pared. —Señaló el lugar debajo de la mórbida cruz.
En ningún momento quise darle la espalda. No vi una correa o un bastón a la vista, pero llevaba un cinturón. Y un ceño fruncido espantosamente cruel. Iba hacerme daño y si no me ponía donde él indicaba, me haría más daño.
La posición puso mis ojos en el espectáculo de terror que colgaba de la pared. Los pies de madera de Jesús eran de tamaño natural, clavados en una tabla, y pintados como si goteara sangre. ¿Por qué alguien pensaría que era una buena idea poner esto en un aula? Apoyé las palmas de las manos en el ladrillo y traté de medir mi respiración mientras se acercaba a mi espalda. Cada paso amenazante dirigía el staccato de mi pulso. Al acercarse, la longitud de su cuerpo se alineó con el mío. Empequeñeció mi cuerpo, saturando mi piel con su calor.
Ninguna parte de él me tocaba. Excepto su aliento. Sus exhalaciones calientes e invasivas acariciaban mi nuca y se enroscaban en mi garganta.
Luego, una mano enorme e insensible se apoyó junto a la mía en la pared mientras él acercó su boca a mi oreja.
—Toca con tus labios sus pies.
—¡Eh! ¿Qué? —Mi mirada voló hacia el crucifijo—. ¡No voy a hacer eso!
—Noventa minutos.
—Dios mío, ¿qué es esto? ¿Tienes algún tipo de fetiche con los pies?
—Noventa y tres minutos.
—¡No puedes hablar en serio! ¿Cuántas bocas han tocado esta cosa? —Mi respiración se volvió salvaje—. No es higiénico.
—Noventa y seis minutos. —Alejó su cara a milímetros de la mía—. Podemos hacer esto toda la noche, Yang. Pero besarás sus pies durante el tiempo que crea que es debido.
No estaba jodiendo. Ni siquiera estaba cruzando ninguna línea. En lugar de una paliza física, quería que besara un crucifijo durante noventa y seis minutos.
Que me jodan.
¿Era esto mejor que los moretones y los verdugones? Realmente no lo sabía. No podía pensar con claridad. No con él tan malditamente cerca, respirando en mi cuello.
Me levanté, poniéndome en una posición que me fuera fácil estar cómodo, apoyándome en la pared, el calor de él alrededor de mí era asfixiante. No tenía escapatoria. Su duro físico me cubría la espalda, encerrándome, sin tocarme.
Se sentía mal. Pecaminoso. Prohibido. Si fuera cualquier otra persona, tal vez mis pensamientos no habrían ido allí. Pero había algo profundamente sexual en el Padre Hyunjin. No solo su virilidad y sus sorprendentes y hermosos rasgos. Estaba en su porte, la forma en que me mandaba, en que se acercaba a mí desde todas las direcciones, y me observaba a centímetros de distancia, respirando ásperamente, acaloradamente contra mi rostro. Como si quisiera inclinarme sobre su escritorio y follarme sin miramientos.
Yo no quería eso. No con él. Pero mi cuerpo pensó que era una espléndida idea.
Perder mi virginidad estaba en lo alto de mi lista de cosas por hacer. ¿Pero entregársela a un sacerdote? ¿A este sacerdote? La idea era una locura. Petrificante.
Y brillante.
Si rechazaba mis avances, me expulsaría. Si era tan corrupto como todos los demás en el mundo y diera la bienvenida a mis avances, lo denunciaría, y cerrarían todo el maldito colegio.
Pero había un problema extremadamente urgente.
—Mi vejiga. Me duele mucho. Por favor… —La súplica dolorosa en mi voz… alcanzó un tono quejumbroso, marcado hasta el final para atraer su simpatía… si es que poseía tal cosa—. Por favor, déjame ir al baño…
—Si dices una palabra más al respecto, duplicaré la duración de tu castigo.
Hierro enfundado en gamuza, esa voz pertenecía a un hombre que no se inclinaba por nadie. Sus labios esculpidos atraían a las víctimas al altar con la promesa de salvación celestial antes de condenarlas al infierno eterno. Noventa y seis minutos se sentirían como una condena eterna con mi vejiga gritando y con la boca pegada a la imagen de Jesús crucificado.