Lecciones azucaradas

Capítulo 1: Dulce tentación.

Mis sienes palpitan a un ritmo desquiciante, las voces a mi alrededor me aturden y sumergen en un espiral de migrañas continúas, una tras otra, sin descanso, así como ha sido mi vida los últimos cinco años. 

Miro el Rolex en mi muñeca esperanzado y las agujas me indican que apenas es media mañana, el día recién comienza y yo ya quiero largarme.

—Mason, Mason, ¿me escuchas? —inquiere Jamie junto a mí en la larga mesa de conferencias.

Miro a mi alrededor a los miembros de la junta directiva de la última compañía que adquirí, todos esperando mis instrucciones, pero hoy no estoy de humor para esto.

No sé qué demonios me pasa pero desde que desperté tengo una extraña opresión en el pecho.

—Sí, te escucho —miento—, estoy de acuerdo con eso, demos por terminada la reunión.

Todo el mundo asiente con solemnidad y comienzan a recoger sus pertenencias; por fortuna, confío ciegamente en Jamie y sé que sea lo que sea que esté aceptando es en mi beneficio. No solo es el líder de mi equipo legal sino mi mejor amigo desde que tengo uso de razón. La vida no me dió hermanos pero me dió a Jamie que es más que eso.

Me pongo de pie mientras aflojo el nudo de mi corbata para que entre un poco más de oxígeno a mis pulmones sellados y comienzo a caminar en dirección a mi oficina con Jamie detrás de mí.

—¿Qué te pasa? —pregunta preocupado cuando me alcanza—. Estás muy distraído, apostaría lo que sea a que no prestaste nada de atención en la junta, tú no eres así.

—Solo tengo migraña, Jamie, no es nada.

Intento restarle importancia, aunque la verdad es que ni yo sé lo que me pasa.

—¿Te fuiste de farra anoche? —cuestiona cuando entramos en mi oficina—. Esas ojeras me indican que sí, ¿quién fue la afortunada está vez? ¿O debería decir la desdichada?

Tomo asiento en la silla presidencial de cuero negro detrás de mi escritorio y dejo escapar todo el aire.

—¿Me estás juzgando? —inquiero mientras busco en el cajón los analgésicos.

—Sería incapaz —responde con las manos en alto—, pero ya sabes lo que opino al respecto.

Por supuesto que lo sé, lo ha dejado bastante claro muchas veces. Jamie desaprueba mi poco tacto con las mujeres que llegan a mi cama; bueno, a la cama de algún hotel para ser más específico, porque nunca las llevo a casa.

—No empieces de nuevo con tus sermones, Jamie —advierto y me tomo las dos cápsulas en mi mano.

—Mason, ya han pasado cinco años desde la muerte de Audrey, ya va siendo hora de que lo superes y dejes de actuar como un crío rebelde enojado con la vida.

—Claro, es muy fácil para ti decirlo porque no fue tu esposa quien murió —respondo con los dientes apretados, sintiendo esa punzada en mi pecho que se enciende cada vez que recuerdo a Audrey.

Una mezcla de nostalgia, de tristeza y rabia, mucha rabia por haberla perdido tan rápido y por haberme dejado en el peor momento.

Mi mejor amigo suspira y toma asiento en uno de los sillones frente a mi escritorio, se apoya en la madera de cedro y suaviza el tono para hablar:

—No estoy diciendo que sea fácil, hermano, sé que no lo ha sido. No puedo ni imaginar el dolor de tu pérdida, pero es hora de continuar, si no lo haces por ti hazlo por ella.

Pongo los ojos en blanco y dejo caer mi cabeza en el respaldo de la silla, hastiado de esta conversación que no se cansa de repetir.

—Ella está bien, tiene a los mejores ocupándose de que no le falte nada.

—Ella no necesita a los mejores, no necesita choferes, criadas, ni niñeras. ¡Te necesita a ti! —Alza la voz ganándose de nuevo mi mirada—. Maddy necesita a su padre.

Resoplo frustrado y me pellizco el puente de la nariz.

—Madison está bien —repito entre dientes para no perder la calma—. Es una niña sana y yo me mato trabajando para darle todo lo que le haga falta.

Jamie entrecierra sus ojos mirándome con un deje de desprecio que remueve algo en mi pecho pero que ignoro.

—Audrey estaría tan decepcionada del hombre en el que te has convertido.

—¡Pues que se pudra! —Alzo la voz y me levanto golpeando la madera—. Nadie la mandó a dejarme solo con una niña recién nacida sin tener la más mínima idea de cómo ser padre. 

La expresión de Jamie vuelve a relajarse ante mi reacción explosiva y yo respiro profundo antes de volver a mi asiento.

—Necesitas ayuda, hermano. Nadie sabe cómo ser padre y obviamente tu situación fue mucho más complicada, pero eso no es excusa para darse por vencido. Si quieres ser un desastre de hombre es cosa tuya, pero no seas un desastre de padre, Maddy no lo merece.

—No soy un desastre de hombre, soy un empresario exitoso, muchos a mi edad quisieran tener una cuarta parte de lo que tengo —me excuso.

—Sí, tienes razón, eres un empresario exitoso, porque gracias a la divina providencia eres un genio con los números, pero eso no quita el hecho de que estás descontrolado con el alcohol y que tu trato hacia las mujeres deja mucho que desear, sin contar con que apenas y ves a tu hija.




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