Saboreo el dulce sabor del café antes de dar inicio a mi primer día de trabajo, está tal como me gusta, cremoso y con un toque de vainilla, es uno de los pocos placeres que aún puedo darme; aunque, con este nuevo sueldo espero que las cosas mejoren.
Aun no me creo que me hayan dado el trabajo siendo una escuela tan exclusiva, espero que esto sea una señal de que la suerte finalmente ha tocado a mi puerta. Solo serán tres meses pero ganaré el triple de lo que ganaba como mesera y me servirá de fondo para mudarme a un lugar mejor, además de que será un logro extraordinario en mi curriculum.
Miro la hora en mi reloj y me sobresalto al ver lo tarde que se me ha hecho. Enjuago la taza rápido y tomo mis cosas para marcharme, no puedo darme el lujo de llegar tarde. Apenas me giro un maullido, seguido de un escozor en mi tobillo, me hace saltar; he pisado al gato de mi compañera de piso y este me ha arañado.
—¡Demonios, Lucifer! —me quejo mientras el animal me mira con el pelaje negro erizado y esos ojos verdes que gritan que te alejes de él.
Soy una amante empedernida de los niños y lo animales, me crié en un rancho y ahora soy maestra, he allí la prueba de lo que digo; pero este animal realmente le hace honor a su nombre porque parece sacado del infierno, por más que he intentado ganarmelo no he podido, aún es una asignatura pendiente para mí porque no me rindo, nunca lo hago. Soy fiel creyente de que no hay amargura en esta tierra que una buena dosis de azúcar no pueda mejorar; aunque Lucifer y su dueña están haciendo todo lo posible por rebatir mi teoría.
—Buenos días, Maya —saludo risueña a mi compañera de piso, quien ha entrado en la cocina cubierta con una manta.
Ella no responde pero hace un sonido gutural mientras sigue de largo en dirección a la nevera, no sé si es una queja o un saludo, prefiero tomarlo como lo segundo. En los seis meses que llevo en este piso Maya y yo apenas hemos cruzado palabra, pero algo que sí he aprendido es que no es una persona madrugadora, bien dicen que los animales se parecen a sus dueños.
Decido pasar de ambos por hoy y continuar con mi camino, la escuela me queda lejos y no quiero que el metro me deje. Bajos los seis pisos a toda prisa por las escaleras, el edificio es tan antiguo y deteriorado que el ascensor ni siquiera sirve. Mi departamento no es precisamente una suite de lujo pero es todo lo que puedo pagar, al menos por ahora.
Salgo al exterior y me deleito con el clima, ya el calor del verano nos está abandonando para darle paso a la brisa fresca del otoño. Mientras camino en medio de la gente y el bullicio neoyorquino siento un ligero ardor en mi tobillo, miro hacia abajo y la fina línea de sangre me recuerda el cariñoso saludo de Lucifer.
Tengo que desinfectar eso pero ahora no tengo tiempo, ya buscaré un momento cuando llegue a la escuela, por fortuna llevo todo lo necesario en mi bolso, trabajar con niños debería estar considerado un deporte extremo, nunca se sabe lo que pueda pasar.
Después de algunas peripecias en el metro, finalmente llego a mi nuevo lugar de trabajo, la escuela St. Judge para señoritas. No estoy muy de acuerdo con el tema de separar niños de niñas, pero me guardaré esa opinión, al menos por ahora.
Me presento con la directora de la escuela, una mujer mayor, amable y estricta a partes iguales, y por enésima vez le agradezco la oportunidad que me está brindando, sé muy bien que mi curriculum no está a la altura de una institución tan prestigiosa, pero como dije, quizás la suerte por fin llegó a mi puerta.
—Este es su salón de clase, señorita Sanders, espero no me decepcione —advierte en tono severo cuando me deja a la puerta de mi nuevo salón.
—Le aseguro que no lo haré, directora Brown.
—Perfecto, deje sus cosas y venga al patio, haremos el recibimiento oficial de las niñas.
La mujer me da un asentimiento de cabeza y se retira. Entro en el espacioso lugar y me maravillo con todo lo que veo, definitivamente el dinero sí es importante, al menos para pagar una educación de este nivel, parece más un salón de la nasa que uno de primaria, hay absolutamente todo lo que un niño —y un adulto— pueden desear.
La decoración es clásica y formal, con mesas de trabajo en madera clara, paredes en tonos cremas, bibliotecas de piso a techo con miles de textos y armarios personalizados para cada estudiante y, por supuesto, para mí. En mi opinión, le falta color para despertar la creatividad de las niñas, pero no deja de ser precioso.
Ubico mi armario y consigo todo el material necesario para trabajar, desde simples hojas blancas, pasando por colores y pinturas de todo tipo hasta una laptop de última generación.
«Esto, definitivamente, es un sueño».
Espabilo al darme cuenta de que estoy perdiendo el tiempo y guardo mis cosas para ir a reunirme con el resto del personal en el patio central. El arañazo en mi pierna sigue ardiendo pero tendrá que esperar.
El patio también es gigante, como todo aquí, y las niñas comienzan a formarse, desde el primer grado hasta las que están por salir de preparatoria, todas en perfecto orden y sincronía, se nota que no es la primera vez que lo hacen, excepto por algunas de las más pequeñas, las de mi grupo.