Camino como un loco desesperado de un lado a otro del pasillo, con la ansiedad comiendome las entrañas. Odio los hospitales, odio los hospitales con todas las fuerzas de mi alma. Solo tengo malos recuerdos de ellos, he perdido a toda la gente que he querido en ellos.
Jamie entra como alma que lleva el diablo, mirando a todas partes, y le hago señas para que me vea; al hacerlo, corre hacia mí y me da un abrazo que me comprime el pecho y que hasta este momento no sabía que necesitaba.
—¿Cómo está? —pregunta acelerado—. ¿Qué fue lo que pasó, Mason?
—No lo sé, Jamie, ella solo corrió hacia la carretera y yo me quedé allí, paralizado, como un idiota. Si no fuera por su maestra… —La voz se me corta y me llevo las manos a la cabeza sintiendo que estoy a punto de colapsar—. Si no fuera por ella, quizás Madison no…
Las palabras no me salen, simplemente no me salen y Jamie lo entiende, por lo que, no me presiona más intentando obtener información y solo me da otro abrazo que se ve interrumpido cuando el pediatra sale del lugar en donde tienen a mi hija.
—Señor Hall —me llama y corro hacia él seguido de Jamie.
—¿Cómo está mi hija, doctor?
—Afortunadamente, Madison está bien, considerando el tipo de arrollamiento, solo presenta algunos raspones y hematomas, pero nada de lo cual alarmarse. —Dejo escapar todo el aire que estaba conteniendo al escuchar al médico—. De igual manera debe quedarse en observación por el día de hoy.
—Sí, por supuesto, lo que usted diga —respondo aturdido, pero agradecido de que mi hija esté bien.
—Gracias a Dios el conductor no venía a alta velocidad o esto pudo ser mucho peor —acota el galeno y un escalofrío me recorre el cuerpo— y por supuesto, gracias a la maestra que la protegió con su cuerpo, la pobre se llevó la peor parte.
Trago grueso al recordar el cuerpo de esa mujer tirado en el asfalto, inconsciente; por un momento pensé que estaba muerta, Madison también lo pensó y mi pobre hija enloqueció, creo que más que los golpes lo que la afectó fue el miedo de pensar que su maestra estaba muerta.
Para tranquilidad mía y de mi hija, pude comprobar su pulso y esperar a que llegara la ambulancia porque me daba terror moverla y empeorar todo. El brazo con el cual mantuvo abrazada a Madison lucía realmente mal.
—¿Ya me pueden dar noticias de ella? —pregunto preocupado por la mujer que arriesgó su vida para salvar la de mi hija.
Solo me han dicho que le estaban haciendo exámenes y que continuaba inconsciente, lo cual no es una buena señal.
—No sabría decirle, señor Hall, tengo entendido que neurocirugía la estaba evaluando pero no sé más.
Jamie coloca una mano en mi hombro como diciendo «estoy aquí», algo que claramente sé, Jamie siempre está para mí, aunque a veces no lo merezca.
—Entiendo, ¿puedo ver a mi hija?
—Sí, claro, venga conmigo.
El médico camina hacia la sala de emergencia, pero antes de seguirlo me giro hacia Jamie para pedirle algo.
—Jamie, por favor, intenta que te den información de la maestra, se llama Dulce Sanders.
—Claro, ya vuelvo, dale un beso a Maddy de mi parte, dile que la quiero mucho.
Asiento y camino rápido para alcanzar al médico y este me conduce al cubículo en donde tienen a mi hija. El corazón me rebota contra el pecho apenas la veo, tan frágil, tan indefensa, con esos enormes ojos llenos de lágrimas. El recuerdo de la primera vez que la tuve en mis brazos me golpea con demasiada fuerza.
—Papi —solloza cuando me ve y corro hacia ella para abrazarla.
Reconozco que no he sido el padre más presente, ni mucho menos el más cariñoso, y quizás por eso me resulta tan extraño que me diga papi y no papá como suele hacer; pero es mi hija, sangre de mi sangre y la amo, no sé qué haría si algo le pasara, estoy seguro de que perderla sería el único golpe del cual no me podría levantar.
La abrazo con fuerza y ella se queja.
—Lo siento, ¿te lastimé? —pregunto preocupado, ella niega pero igual comienzo a revisarla.
Su rostro está limpio, manchado solo por las lágrimas, y tal como dijo el médico solo veo un raspón y un hematoma en su codo y en su rodilla. Madison siempre ha sido una niña muy sana, nunca se ha enfermado y es tan tranquila y obediente que jamás se ha caído, por eso me cuesta tanto verla así.
—Solo me duele aquí. —Me muestra su codo lastimado.
—Vas a estar bien, ya lo verás.
—¿Y mi maestra? —pregunta con la voz quebrada.
Me encantaría decirle que su maestra está bien, que esa diminuta mujer de metro y medio, pero con la valentía de mil gigantes, está fuera de peligro, pero ni yo mismo lo sé. Esperó que sí, realmente lo espero porque ahora, le debo demasiado.
—Señor Hall, la habitación de Madison ya está lista para que la traslademos —interrumpe una enfermera.
Se lo agradezco internamente porque así no tendré que responder la pregunta de mi hija.