Lecciones azucaradas

Capítulo 6: Un castillo para una reina

Bajo las escaleras de casa y me quedo sorprendido con el par de ojos que me miran ansiosos.

—¿Ustedes qué hacen aquí? —pregunto expectante.

—¿No es obvio? Vamos contigo —responde Jamie con una sonrisa burlona bailando en los labios mientras sostiene a mi hija de la mano.

—Madison, aún estás de reposo, vuelve a tu cama —ordeno a mi hija quien me espera con una sonrisa más amplia que la de su tío.

—Ya me siento bien, papi, ya no me duele. —Me muestra el raspón en su codo que ya está sanando—. Quiero ver a la maestra Dulce —pide haciendo ese gesto con sus labios y mirándome con esos grandes ojos.

Resoplo cansado, los últimos tres días han sido demasiado pesados y ya me están pasando factura, ya ni siquiera tengo ganas de discutir con Madison.

—¿Tú no deberías estar trabajando? —cuestiono a mi amigo con mala cara.

—¿Y perderme la maravilla de ver tu lado amable? —pregunta retórico—. ¡Jamás! —exclama con burla.

—Eres un pen… —Me contengo de decirlo por Madison.

—Solo quiero ver a la maestra Dulce, amigo —dice con sorna y palmea mi hombro cuando paso a su lado.

No sé qué se traen entre manos este par pero sus risitas no me agradan; sin embargo, no tengo tiempo de averiguarlo, a Dulce están por darle el alta y necesito estar allí, si quieren venir, que lo hagan.

—De acuerdo, vamos —acepto y camino hacia el ascensor para bajar.

Madison debería venir tomada de mi mano; pero, como siempre, va con Jamie. A veces pienso que lo quiere más que a mí, no la culpo y usualmente no me afectaría pero desde el accidente me siento particularmente… sensible.

Cuando llegamos al estacionamiento ella decide ir con él. No me preocupo porque desde que Madison nació Jamie tiene una silla de niños instalada para ella, cosa que ni yo hago porque rara vez viaja conmigo, poco sale de casa y cuando lo hace va con niñeras y el chofer.

Una extraña sensación punza en mi pecho al notar ese hecho del que, hasta hoy, no había sido realmente consciente.

Despejo mis pensamientos y decido enfocarme en el camino hacia el hospital.

Al llegar subimos a la habitación de Dulce, donde ya la enfermera le está ayudando a peinarse. Madison corre hacia ella y se funden en un abrazo apretado que me genera algo.

—¡Hola, muñequita! —Dulce la saluda y besa su coronilla.

—Soñé contigo anoche —dice mi hija—, que vivíamos juntas en un castillo. Tú eras la reina y yo la princesa.

La enfermera y Jamie se ríen y Dulce la mira extasiada, como si Madison le estuviera diciendo la cosa más fascinante del mundo.

—Ese sueño es maravilloso, Maddy.

—Podemos hacerlo realidad —responde ella con los ojos iluminados—, nuestra casa no es un castillo pero es muy linda, puedes vivir con nosotros.

Abro los ojos a tal punto de que creo van a salirse de sus órbitas y la maestra de mi hija se ahoga con su propia saliva mientras Jamie suelta una carcajada.

—Me temo que eso no será posible, Maddy —responde Dulce arreglando el flequillo de mi hija en un gesto cariñoso—. Tú tienes tu casa y yo tengo la mía y así es como debe ser.

El ceño de Madison se frunce en una clara señal de que no está de acuerdo con la explicación de la maestra.

—Pero estás enferma, necesitas que te cuiden —alega con tristeza—, yo puedo hacerlo.

—Maddy tiene un punto —interviene el que hasta hoy era mi mejor amigo y lo miro con ojos asesinos—. Creo que necesitas ayuda, Dulce. —Le habla con toda la confianza del mundo, como si fueran amigos de toda la vida y eso produce un hormigueo extraño en mis manos. Dulce parece fascinada con Jamie desde el primer momento—. Tienes una mano lesionada, no deberías estar sola.

—Si me permiten opinar, eso mismo le he dicho —interviene la enfermera—, aquí nos ha tenido a nosotras, pero en casa estará sola y aunque no sea su mano dominante necesitará ayuda para algunas cosas.

—No estaré sola —alega ella cortando los argumentos del resto.

La miro confundido porque pensé que no tenía familia en la ciudad, eso dijo el primer día.

—¿Ah no? —pregunta Jamie—. Disculpa, no sabía que tenías pareja.

Es mi turno de ahogarme y no entiendo por qué esa suposición de Jamie forma un nudo en la boca de mi estómago.

—¿Por qué no está aquí? —pregunto sin pensar y me arrepiento al instante.

«Su vida privada no es de tu incumbencia», me recuerda mi conciencia.

—¿Una pareja de qué? —pregunta Madison.

A Dulce se le han subido todos los colores al rostro en fracción de segundos por nuestros cuestionamientos.

—No hay ninguna pareja —aclara y, extrañamente, el nudo en mi estómago se suelta—. Solo es mi compañera de piso, no estaré sola porque ella estará allí.

—Disculpa, Dulce, pero si ni siquiera ha venido a verte en los tres días que llevas aquí, no creo que se preocupe mucho por ti, por lo que tampoco creo que sea de mucha ayuda para ti —argumenta Jamie haciendo gala de sus dotes de abogado.




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