Lecciones azucaradas

Capítulo 8: Alergia a las abejas

Mientras empaco mis cosas no dejo de pensar en qué demonios estoy haciendo, por qué me dejé convencer. No conozco a esta gente de nada y lo poco que sé de Mason Hall no me agrada demasiado, podría ser un violador o un asesino en serie.

«Deja de pensar tonterías, Dulce», me reprendo.

Por supuesto que no es nada de eso, aun así, tengo una extraña opresión en el pecho que no me deja en paz. Como si algo en mi interior supiera que esta decisión va a cambiarlo todo.

«Será una buena oportunidad», me repito para convencerme.

Estoy desempleada, él me ofrece trabajo y un lugar donde vivir, es mi mejor opción; además, Maddy me tiene cautivada, no sé qué hizo esa niña conmigo pero me flechó desde el primer momento.

El sonido de la puerta me distrae de lo que estoy haciendo y el dueño de todos mis pensamientos hace acto de presencia en mi habitación. Su cuerpo ocupa casi la totalidad del marco de mi puerta y comparándolo con eso me doy cuenta de lo grande que es.

—¿Te falta mucho? —pregunta.

—No, ya casi termino, no es fácil hacer todo con una sola mano —admito.

—Y es por eso que vendrás conmigo —sentencia mientras se acerca.

Noto como su mirada se fija en lo que sostengo y descubro una mezcla de asombro, y quizás diversión, en ella.

Quiero que la tierra se abra y me trague al darme cuenta de lo que está mirando, son mis bragas, pero no unas cualquiera, una con diseño de abejitas.

—Tienes que estar bromeando —dice con diversión y llevo mi mano atrás para ocultarlas aunque no sé ni para qué si ya las vió.

Juro por Dios que son las únicas que tengo así, no soy tan infantil; pero es que me encantan los diseños de abejitas y estas me parecieron muy monas, no me pude resistir a comprarlas.

—Me gustan las abejas —respondo con el mentón en alto, intentando parecer segura aunque por dentro me muero de la vergüenza.

—Yo soy alérgico a ellas.

Está tan cerca que su aroma me invade y otra vez siento ese revoloteo en mi estómago.

—Pues, que bueno que nunca se acercará a estas —digo con un tono menos firme de lo que me gustaría, bastante tembloroso a decir verdad.

—¿Segura? —cuestiona a escasos centímetros de mí, tan cerca que debo alzar el rostro para mirarlo—. Siempre existe la epinefrina.

Las piernas se me convierten en gelatina y…

—¡Dulce! —Mady entra gritando a la habitación haciendo que su padre se aleje y yo casi de un salto al otro lado—. ¿Ya nos vamos? —pregunta aferrada a mi falda—. Quiero que veas mi habitación y mostrarte todos mis cuentos.

—Claro que sí, princesa, pronto vas a mostrarmelos.

—Lo siento, se me escapó —se disculpa Jamie quien también se encuentra a la puerta.

Su comentario me hace ruido, pero de momento lo dejo pasar porque prevalece la vergüenza de que todos estén aquí.

—Ya estoy por terminar —anuncio para que todos se marchen pero ninguno lo hace. Esta gente como que no tiene sentido de la privacidad—, pueden esperar afuera. —Soy más directa.

—Jamie, espera abajo con Maddy —indica Mason y su amigo asiente.

—Vamos, Maddy.

—Papá, ¿puedo ir con ustedes en el auto? —pregunta la niña y su papá la mira como si estuviera extrañado.

—No traje una silla para ti —responde él y la niña baja la mirada, triste.

«¿Qué clase de padre no tiene una silla en el auto para su hija?»

Bueno, la clase de padre a la que no le interesa, evidentemente.

—Podrían pasar la del auto de Jamie —sugiero.

Su amigo sí tiene una, la niña vino allí y eso me dice mucho de cómo es cada uno. Definitivamente, Jamie es el bueno aquí, Mason es un desastre de padre.

Los ojos de Maddy se iluminan al escucharme pero su padre le pincha la burbuja demasiado rápido.

—Eso es complicado, mejor vamos como vinimos y ya.

La niña vuelve a poner cara de tristeza y yo lo fulmino con la mirada.

—No, vamos a pasar la silla —digo con más firmeza—, no será ningún problema porque es lo que su hija quiere, y como buen padre que es usted va a complacerla.

Nos debatimos en un duelo de miradas mientras la niña se aferra a mí y Jamie nos mira como si fuéramos un espectáculo de monos. Finalmente, él se pellizca el puente de la nariz en ese gesto que ya se me está haciendo tan familiar y asiente.

—De acuerdo. —Se saca las llaves del bolsillo y se las lanza a su amigo quien las atrapa en el aire—. Ve haciendo el cambio.

Maddy da brinquitos de felicidad y me produce demasiada ternura verla actuar como una niña y no como una mujer en miniatura, correcta y callada.

—Gracias, Dulce —dice y tira de mi falda para que me incline y poder darme un beso en la mejilla. Lo hago, a pesar del dolor en mi espalda, y luego corre hacia su papá y hace lo mismo aunque con más timidez.




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