Llego a casa, cansado después de un agotador día de trabajo, y lo primero que percibo es ese olor a vainilla que ya comienza a hacerse familiar. Sonrío de manera espontánea y mis pies caminan solos al lugar donde se encuentran. Me recuesto en el umbral de la cocina y por un momento me quedo en silencio, admirando la escena.
Dulce y Madison están horneando galletas, todos los días es lo mismo, al llegar las consigo horneando algo, la primera vez que las ví me pareció tan extraño pero me bastaron un par de días para acostumbrarme a encontrarlas llenas de harina y polvo para hornear.
Ambas llevan el cabello recogido en coletas altas, con el flequillo y algunos mechones sueltos. Madison está sobre el mesón de la cocina y Dulce le da a probar una galleta, mi hija hace un sonido dramático de satisfacción que me hace reír y llama la atención de ambas.
—Señor —saluda Dulce al verme, un poco apenada.
Sigo sin comprender por qué me gusta tanto ver sus mejillas sonrojadas.
—Ven, papá, prueba una, están riquísimas.
Me extiende una galleta y me acerco a ella probando el dulce que mete en mi boca. Está realmente delicioso, como todo lo que ella prepara.
—Si seguimos así, rodaremos para navidad —bromeo y Madison ríe con inocencia—. Me está haciendo trabajar de más en el gimnasio, señorita Sanders.
Dulce baja la mirada, ocultando su sonrisa.
—No creo que lo necesite —murmura bajo y esa extraña sensación en mi estómago vuelve.
—Les tengo una buena noticia a ambas —anuncio para desviar la conversación porque mis pensamientos están tomando un rumbo que no debería—, el lunes vuelven al St. Judge.
Madison grita de alegría y se cuelga de mi cuello y Dulce me mira con esos hermosos ojos muy abiertos. Mi hija se separa rápido de mí, apenada por su efusividad.
—Lo siento, papá —se disculpa y baja la mirada.
«¿Mi hija se está disculpando por abrazarme?»
Sí, lo está haciendo y caer en cuenta de ello me produce una punzada en el pecho.
—¡Volveremos a la escuela, Dulce! —grita de alegría y ahora se cuelga del cuello de su maestra quien la recibe con un abrazo apretado y besando sus mejillas.
Me mira con asombro por encima del hombro de mi hija, que permanece en sus brazos.
—¿Volveremos ambas? —pregunta atontada.
—Sí, ambas, todo está arreglado.
Los ojos se le humedecen y una sonrisa amplia y temblorosa se le dibuja en los labios. No anticipo su reacción cuando se viene contra mi pecho y me abraza, con Madison en medio de ambos.
—Gracias —solloza—, no imaginas lo importante que es esto para mí.
El contacto físico nunca ha sido lo mío, a no ser que sea con fines carnales, la prueba de ello es que ni siquiera mi hija se atreve a abrazarme; pero, Dulce, ella lo hace con tanta naturalidad y lo más extraño es que se siente tan bien.
Mi cuerpo reacciona solo cuando le devuelvo el abrazo, la rodeo con mis brazos y la pego más a mi cuerpo, el olor frutal de su cabello hace cosquillas en mi nariz y me relajo teniéndolas en mis brazos.
—Papá, me asfixias —se queja Madison y Dulce ríe.
Las suelto un poco aturdido por lo que acaba de pasar, pero la sonrisa genuina en el rostro de Madison me hace sentir bien, me hace sentir… papá.
—Mejor te bajo, muñeca, ya me duele la mano —se queja Dulce y le quito a Madison rápido para que no se lastime más.
—No deberías cargarla, aún no estás bien.
—¿Te busco tus medicinas? —pregunta mi hija.
—No, preciosa, estoy bien —responde ella y le da un beso en la mejilla—. Mejor subamos a bañarte, estás llena de harina.
—Ok, hoy quiero usar el pijama de unicornio.
—Perfecto.
Madison se cuelga de su cuello para darle un beso en la mejilla y luego me mira a mí, como si pidiera permiso para hacerme lo mismo, asiento ligeramente y ella me abraza y deja un beso en mi mejilla.
—Gracias, papi —dice bajito y siento que me arrugan el corazón.
Se baja de mis brazos y se va corriendo hacia su habitación mientras la sigo con la mirada sin poder apartar mis ojos de ella.
—Nunca la había visto tan feliz —pienso en voz alta.
—Es una buena niña, solo tiene que dejarla ser eso… una niña. —Me giro para mirar a Dulce y ella se percata en mi saco—. Lo siento, lo ensuciamos.
Comienza a sacudir la harina de mi ropa pero su mano sobre mi pecho no me hace nada bien, por lo que, coloco la mía sobre la suya. Nos miramos a los ojos y me avergüenza saber que puede sentir el latido acelerado de mi corazón bajo su mano. Su nariz tiene harina y llevo mi mano a su mejilla para acariciarla y con el pulgar limpio su nariz pero luego lo bajo a sus labios, lo deslizo por la tersa piel y se entreabren liberando un jadeo sutil que me eriza. Me voy acercando a ella por una fuerza magnética que no logro controlar. Sus labios están a milímetros de los míos y…