Lecciones del Corazón

Entre Risas y huesos

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El laboratorio de anatomía siempre tenía un olor raro: una mezcla entre alcohol, formol y aire acondicionado defectuoso. Para Aisha, era un campo minado de nervios. Ese día, tocaba práctica con huesos humanos, y aunque se sentía emocionada, también le daba cierta impresión.

Eithan estaba encargado de supervisar el grupo de primer año, lo que en la práctica significaba que las chicas no dejaban de rondarlo como moscas alrededor de un atol.

—Hoy vamos a revisar el cráneo —anunció con voz firme, mientras sostenía uno sobre la mesa—. ¿Quién quiere pasar primero a señalar los huesos principales?

Silencio absoluto. Todos se miraban entre sí, hasta que los ojos de Eithan se clavaron en Aisha.
—Vos. Vení.

El corazón de ella se fue a los talones. Camila la empujó con un “¡andá pues, que no te va a comer!”.

Con pasos temblorosos, se acercó. Tomó el cráneo entre sus manos y, para su desgracia, el sudor nervioso hizo que se le resbalara un poco. El sonido de los dientes chocando hizo eco en todo el laboratorio.

—¡Jesús, se me desarmó el muerto! —soltó Aisha, muerta de la pena.

Las risas explotaron en el aula. Ella quería que la tierra la tragara en ese mismo instante.

Pero en vez de burlarse, Eithan se inclinó hacia ella y, sonriendo, dijo en voz baja:
—Tranquila… yo también rompí uno la primera vez. El mío terminó con el maxilar colgando como si bostezara.

Aisha lo miró con incredulidad, y sin poder evitarlo, se le escapó una risa nerviosa. La tensión se disipó, y hasta algunos compañeros dejaron de reírse para concentrarse en la explicación que él continuó dando con toda naturalidad.

Cuando terminó la clase, Aisha salió disparada hacia la salida, pero Eithan la alcanzó.
—Lo hiciste bien.
—¡Casi desarmo al pobre difunto!
—Eso es parte del proceso. Además… —la miró con picardía— ahora tenés una buena anécdota.

Ella rodó los ojos, pero su sonrisa tímida lo delató.

Esa tarde, Aisha regresó a su casa en el barrio Monseñor Lezcano. Su familia la esperaba para almorzar: su papá, un hombre serio que trabajaba en mecánica; su mamá, siempre pendiente de todo; y su hermana gemela, Alina.

Si Aisha era tímida y reservada, Alina era lo contrario: extrovertida, coqueta, segura de sí misma. Aunque eran idénticas de rostro, las comparaciones de la gente siempre habían pesado sobre Aisha.

—¡Ya vino la doctora! —gritó Alina apenas la vio entrar, usando el apodo con el que la molestaba desde que eligió estudiar enfermería.

—Enfermera, no doctora —corrigió Aisha, dejando su mochila en el sillón.

—¡Bah! Lo mismo, si al final igual ponés inyecciones. —Alina le guiñó un ojo mientras mordía un trozo de vigorón.

Su mamá intervino con dulzura:
—Dejá de molestar a tu hermana, Alina. Contame, Aisha, ¿cómo te fue en la universidad?

Aisha abrió la boca para inventar una respuesta neutral, pero Alina se adelantó:
—Yo vi en Facebook que estabas en laboratorio con el Morales. ¿Es cierto que te habló? ¡Si todas andan locas por él!

La cara de Aisha se encendió como semáforo. Su papá levantó la vista de su plato, frunciendo el ceño.
—¿Y ese quién es?

—El papi de Medicina —canturreó Alina con burla.

—¡Alina! —protestó Aisha, tapándose la cara.

Su mamá sonrió con complicidad.
—Ay, dejá en paz a tu hermana. Si alguien la anda pretendiendo, que sea bueno y respetuoso, eso es lo que importa.

El papá resopló.
—Pues que ni se le ocurra venir con mañas. Aquí se respeta a mi hija.

Aisha quería hundirse bajo la mesa. El simple hecho de que su familia supiera de Eithan ya era un suplicio.

Pero en el fondo, mientras picaba su gallo pinto sin ganas, no podía dejar de pensar en la forma en que él le había sonreído en el laboratorio. Ni en cómo, por primera vez, sus nervios se habían convertido en risa gracias a él.




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