Legado de Amor

Episodio 2: Ninfa

Mike.

El cielo comenzaba a aclarar cuando salí a trotar.

Las calles estaban mojadas, con pequeños charcos de agua.

Calenté un poco en la entrada del hotel, configuré mi Smartwatch e inicié mi trote.

Había venido un centenar de veces a Illinois, un tanto más a Chicago, pero nunca me había detenido a observar la ciudad; lo que era una pena, pues, en realidad, era un sitio hermoso.

Me concentré en mi respiración y aceleré mi paso.

Hacer ejercicio me había ayudado a encontrar una paz superior. Sin embargo, odiaba con cada una de mis células cuando el sudor mojaba mi ropa.

En sí, la sensación de estar mojado me resultaba repugnante.

Aunque, había aprendido a lidiar con el sudor que mojaba mi camisa, ya que, entendía que el sudor era parte del proceso de ejercitarse. No obstante, mi tolerancia era durante el entrenamiento, una vez acabado todo, debía arrancarme la ropa mojada de mi cuerpo y ducharme.

Corrí y corrí hasta que mis pulmones me ardieron, era esa la manera en la que, últimamente, notaba que seguía vivo.

Di la vuelta y empecé mi recorrido de regreso, cuando varias gotas comenzaron a mojarme. Pensé que, me daría tiempo de llegar al hotel, pero en pocos segundos la lluvia se intensificó.

Me detuve pasando la mirada por las calles, a lo lejos vi una pequeña cafetería, era el sitio ideal para ser mi refugio, mientras el tiempo mejoraba.

Abrí la puerta, esperaba encontrar el lugar lleno de personas, pero en su lugar solo había una chica que, alzó la cabeza cuando la campana sobre la puerta le notificó de mi llegada.

Ella me miró y me regaló una sonrisa.

Unos pequeños hoyuelos se marcaron en sus mejillas y mi corazón retumbó en mi pecho con tanta fuerza que tuve que sostenerme del marco de la puerta para no caerme.

Ella desconociendo el efecto que estaba causando en mí, se acercó sin dejar de mirarme. Su cabello oscuro y liso se movía con la brisa, dejándome, completamente, desarmado ante su presencia.

—Lo siento, todavía no abrimos —expresó ella con amabilidad.

Como si ser hermosa no fuera suficiente, el sonido de su voz me dejó fuera de combate.

Debí parecerle un completo imbécil, pues, chasqueó los dedos delante de mí y me preguntó:

»¿Estás bien o llamo a una ambulancia?

Deseaba darle una respuesta, pero mi cerebro por primera vez en mi vida me había abandonado.

Así que, señalé afuera y como pude dije:

—Afuera, lluvia, fuerte.

Mi ninfa soltó una risita como si entendiera todo lo que pasaba.

—¿Eres extranjero?

Negué con la cabeza.

Llené mis pulmones de aire y me obligué a reaccionar.

—No, soy de New Jersey. —Había recuperado mi habla y mi compostura.

—Vale, puedes esperar aquí.

—¿Esperar qué? —indagué confundido sin dejar de ver a la hermosa jovencilla frente a mí.

—A que pase la lluvia —contestó ella como si fuera lo más obvio del mundo.

—Claro —murmuré, aunque, fue más para mí que para ella.

Evalué un poco más a la muchacha que con solo sonreírme me había hecho sentir un millón de cosas.

—Bueno, pero no te quedarás allí parado, viéndome como un tonto. —Ella me tendió un pañito y agregó—: Limpia las mesas, mientras, yo iré barriendo.

Limpiar, nunca me había pasado algo como esto, pero lejos de molestarme me agradaba ser tratado con normalidad, incluso, me sentía confiado pues, limpiar era mi superpoder.

—Perfecto.

Mi ninfa se dio la vuelta, supongo que, para ponerse a trabajar, pero necesitaba conocer el nombre de esa mujer que me había hecho sentir especial, vivo, feliz.

—¿Cómo te llamas? —Clavé la mirada en ella y me encantó sentir el calor de su cuerpo sobre el mío.

—Miranda, Miranda Finnegan.

—Soy Mikael, pero todos me dicen: Mike. —En eso un mechón de mi cabello cayó en mi frente y rápidamente alcé la mano para apartarlo de mi cara.

—Mike… —meditó ella—. Me gusta ese nombre.

—¿Y el dueño del nombre? —indagué con osadía.

—Debemos ponernos a trabajar —concluyó Miranda.

Pero, lejos de desmotivarme me encantaba que no se derritiera por mí, como el resto de las mujeres. De hecho, me había fascinado ser yo el que perdió el habla, mientras conservó su compostura.

Seguro que tenía a miles de hombres detrás de ella, pero yo me encargaría de apartarlos, Miranda era todo lo que llevaba años buscando.

Tomé el pañito, lo doblé hasta hacerlo un perfecto cuadrado y me dispuse a limpiar las mesas. Aunque, no solo las limpié, también las alineé dándole al lugar más elegancia.

Fue agradable que mi mente no estuviera concentrada solo en limpiar, sino que estaba puesta en la joven que barría el piso.




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