Lilith Shadow
El amanecer llegó.
La luz del sol irrumpió en mi habitación como una verdad implacable. Sus destellos dorados atravesaron la ventana, extendiéndose por el suelo como dedos curiosos, pero no ofrecieron calor alguno. Solo trajeron el cruel recordatorio de que el mundo seguía moviéndose, indiferente a que el mío se hubiera fracturado desde el momento en que mi abuela se fue.
La verdad era que no dormí. Cerré los ojos una y otra vez, pero su rostro estaba tatuado en la oscuridad detrás de mis párpados, tan nítido, tan vivo, que cada parpadeo era un latido de dolor, como si ella aún estuviera allí, sentada a mi lado, sonriendo con esa serenidad que siempre me salvaba. Ese recuerdo era tan nítido, tan mío, que cada parpadeo dolía. Abría y cerraba los ojos como si estuviera viendo una proyección infinita que se negaba a desaparecer.
Me obligué a salir de la cama, tuve que obligarme a moverme, a poner los pies en el piso helado. Había una promesa que cumplir y era graduarme. Se lo juré, y aunque pensar que no estará cuando cruce el escenario con la toga sobre los hombros me desgarraba, romper mi palabra sería traicionarla, sería perderla de nuevo.
Cada respiración tensaba el nudo en mi garganta. Sentía el pecho apretado, como si algo dentro de mí buscara escapar, un lamento, un grito, una grieta abierta. Pero no lloré. No porque no quisiera, sino porque anoche ya lo había hecho hasta quedarme sin voz, sin lágrimas, sin fuerza… sin nada. Y, aun así, se sentía insuficiente.
Caminé hasta la cocina, todo parecía más silencioso de lo habitual. Las sillas estaban perfectamente alineadas bajo la mesa, como siempre lo hacía ella. El mantel azul que tanto le gustaba estaba extendido sin una sola arruga. El aroma tenue a vainilla seguía atrapado en el aire, y por un momento, fue fácil imaginarla de pie junto a la estufa, moviendo la cuchara en la olla, aunque no la necesitara para nada. Abrí el cajón donde guardaba sus tazas favoritas. Mis dedos dudaron antes de rozar la suya, una taza blanca adornada con flores celestes, desgastada en los bordes, pero intacta en mis recuerdos. La misma que había usado durante años, aunque estuviera vieja y los bordes gastados. La misma que defendía cada vez que yo sugería comprar una nueva. Preparé su té, el mismo que olía a hogar y a tardes tranquilas, escuchando el noticiero mientras yo fingía no dormirme en la mesa. Lo coloqué frente a mí, en su lugar habitual, como si en cualquier momento fuera a aparecer, lista para quejarse de que el agua estaba demasiado caliente.
Me senté.
El vapor ascendía en suaves espirales, casi etéreas, como si fueran el suspiro de algo que aún se negaba a abandonar este mundo. Cerré los ojos, y entonces la sentí, no como presencia física, no con sus manos cálidas o su voz firme, sino como una brisa que envolvía el alma, un abrazo invisible que decía sin palabras que no estaba sola.
—Yo siempre estaré contigo. — susurré, pronunciando las palabras que ella solía repetir cada vez que me veía triste. Mi voz se quebró un poco al final, pero no importó. Las palabras quedaron suspendidas en el aire, flotando entre el vapor del té y la luz dorada del amanecer.
Y por primera vez desde ayer, permití que la esperanza respirara dentro de mí.
Me dijeron que hoy en la tarde me entregarían las cenizas de mi abuela, para llevarlas al santuario. Santuario. La palabra debería sentirse sagrada, solemne, ben decida por algo que está más allá de lo humano, pero para mí solo significaba ese pequeño rincón escondido en el bosque, el mismo al que ella me llevaba cuando era niña. Decía que el aire allí era distinto, más puro, y que los árboles escuchaban. Nunca supe si lo decía en serio o si buscaba alimentar mi imaginación infantil. A veces pensaba que estaba un poco loca; otras, que solo veía cosas que yo todavía no era capaz de entender.
Pero ahora… ahora lo entiendo todo con una claridad dolorosa. Ese lugar, se había convertido en su destino final. Y yo, yo no sabía si estaba lista para aceptarlo. Y pensar en recibir su urna me parte en dos. Saber que todo lo que fue mi abuela —sus risas, sus historias susurradas al caer la noche, la tibieza de sus manos— cabrá en algo tan pequeño, no tiene sentido. Es una crueldad del mundo, reducir una vida entera a un puñado de cenizas. Y aunque una parte de mí quiere llevarla a ese sitio donde ella dijo que su alma descansaría, otra parte quiere aferrarse a lo que queda de ella, como si tener esas cenizas fuera tenerla un poco más cerca.
—Abuela… —susurré, apenas un hilo de voz.
Me limpié las lágrimas con la palma de mi mano un poco temblorosa y camino hacia mi habitación para ponerme el uniforme. La casa está vacía, demasiado silenciosa, como si incluso las paredes supieran que falta algo que jamás regresará. A través de la ventana entran los sonidos de la calle, autos pasando, el rugido distante de una motocicleta, un vendedor ambulante gritando algo inentendible. Todo seguía igual… y nada estaba igual.
El uniforme colgaba del perchero. Lo observé tantas veces con fastidio por las mañanas, siempre apurada, siempre tarde. Pero hoy mis manos lo tomaron con una delicadeza extraña, casi reverente. Me vestí en silencio. Sin prisa. Sin fuerzas.
Al llegar al espejo, mi reflejo me espera en la penumbra. Lo evité al principio, pero algo dentro de mí me obligó a mirarme. Las ojeras se marcaban profundas bajo mis ojos, como si no hubiera dormido en días, aunque solo había pasado una noche. Mis párpados seguían hinchados; mis labios, resecos; mi piel, pálida. Aquellos ojos azules verdosos estaban apagados. Acaricié mi rostro con la yema de los dedos, despacio, como si intentara reconocerme. Había algo distinto en mí —lo sabía—. Algo roto, o quizá algo que recién empezaba a despertar.
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Editado: 19.12.2025