Lilith Shadow.
La casa se sentía vacía.
Era el sexto día en que estaba sola, y todavía me resultaba imposible acostumbrarme a la ausencia de la abuela Thaysa. A no verla levantarse a las seis en punto para poner las noticias, o encender la radio con esas canciones viejas que tanto amaba. Lo único que estaba instalado en la casa era el silencio, y aun así estaba en todas partes, en los rincones, en los marcos de las puertas, en la madera que crujía bajo mis pasos. Todo tenía ese aroma a tiempo detenido… mezclado con el perfume dulce de las velas de vainilla, que tanto le gustaban.
Estos últimos días me la pasé buscando respuestas. La carta había sido tan inesperada que todavía me dejaba con la mente revuelta y el corazón acelerado. No sabía por dónde empezar, pero una parte de mí lo intuía, en esta casa estaban las piezas que me faltaban. Tenía entre las manos mi taza de café caliente. El vapor subía, rozando mi rostro como si quisiera disipar mis pensamientos o tal vez despertarlos. A mi lado, la carta.
Ya la había leído tantas veces que conocía de memoria cada trazo de tinta.
Pero lo que más me obsesionaba era el sello, una luna entrelazada con un círculo de fuego. Tan inusual y, sin embargo, tan inquietantemente familiar.
Llevaba horas observándolo, repasando con los dedos sus bordes, dejando que el relieve del dibujo se grabara en mi piel. La forma circular. La luna invertida en el centro.
—Lo he visto antes. —murmuré, arrastrando los dedos por el borde del papel— No puede ser solo mi imaginación. No.
Cerré los ojos. Apoyé los codos sobre la mesa y presioné mi sien con las manos, intentando concentrarme. Las imágenes venían a mí como piezas sueltas, fragmentos de un rompecabezas que se negaba a encajar. Mi corazón comenzó a latir más rápido, como si supiera algo que yo aún no comprendía.
Y ahí estaba de nuevo, la pequeña sensación.
Me levanté de golpe, dejando la taza de café medio llena sobre la mesa, y sin pensarlo corrí hacia la habitación de la abuela. Ya había entrado varias veces desde que se fue, pero hoy, hoy se sentía distinto. Como si la propia casa quisiera decirme lo que estoy tratando de descifrar.
Revisé todo, debajo de la cama, detrás del sofá, la pequeña repisa al lado del velador. Nada. Caminé hasta el espejo grande de la esquina. Deslicé mis manos por el marco, tratando de moverlo, pero estaba fijo a la pared. Abrí su viejo armario, aparté los vestidos uno por uno, dejando que mis dedos tocaran la pared del fondo. Nada, ni un hueco, ni una marca.
Y aun así…
La sensación de que algo me observaba desde el silencio se hacía cada vez más fuerte.
—Maldición… —gruñí entre dientes, golpeando la madera del armario con la palma abierta.
El golpe fue torpe, apenas un impulso de rabia contenida. Pero entonces algo se movió.
Un leve chasquido resonó en el fondo del armario, seguido de un pequeño deslizamiento. Miré hacia abajo y observé que, por sí solo, un compartimento oculto se abría desde la base, como si hubiera estado esperando exactamente ese golpe, exactamente ese momento.
Me agaché con el corazón latiéndome tan fuerte que podía sentirlo en la garganta. Lo primero que vi fue una pequeña caja del tamaño de un libro, con un diseño antiguo grabado en la madera, estaba cubierta de letras que no reconocía, afiladas, elegantes, casi vivas. Fruncí el ceño al ver que no tenía cerradura ni seguro; solo reposaba ahí, intacta, esperando a que algún día fuera encontrada.
Mis dedos temblaron cuando la toqué. La superficie estaba tibia, demasiado tibia para haber estado escondida en un compartimento frío. Era la calidez inquietante de algo que parecía contener algo dentro.
Tragué saliva y abrí la caja con cuidado.
Dentro había fotografías, viejas, amarillentas en los bordes, pero todavía nítidas. Tomé la primera. Era mi abuela Thaysa, joven, sonreía como si la vida no le pesara ni un poco. A su lado, había una mujer con el cabello negro, largo y ondulado; sus ojos azul profundo parecían atravesar el papel, fijos, intensos, casi conscientes. Era hermosa, pero había algo más en ella… una familiaridad que me erizó la piel. Junto a la mujer, un hombre alto de cabello rubio, la abrazaba por la cintura, su mano reposando sobre el vientre de ella. Estaba embarazada.
Sentí las manos húmedas.
¿Quiénes eran? ¿Por qué la abuela nunca mencionó nada? ¿Por qué esa mujer me resultaba tan similar? Volví a mirarla. Su expresión. La forma de sus ojos. La curva exacta, esa mezcla entre dureza y melancolía que veía en el espejo todas las mañanas. Y en aquel hombre sus ojos de color verdes intensos profundos, brillantes, casi inhumanos.
El aire se me atascó en el pecho y un escalofrío me recorrió desde la nuca hasta la espalda baja. Con las manos temblorosas, volteé la fotografía. En una letra elegante decía:
Elizabeth y Lain.
Día de entrenamiento. 1997.
Leí el nombre una y otra vez. Elizabeth y Lain. Entrenamiento. Nada tenía sentido. Seguí revisando las otras fotos, en casi todas aparecía mi abuela junto a ellos, siempre en el mismo lugar, con la misma ropa. Algunas estaban tan gastadas que era difícil distinguir los detalles, pero entonces encontré una la cual me llamó mucho la atención.
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Editado: 19.12.2025