La tormenta que yacía en la costa oeste había sido prevista por los monjes desde hace una semana atrás, antes del nacimiento del heredero. Los vientos rápidos entraban por las ventanas abiertas del palacio imperial en donde se encontraba la emperatriz consorte, quien estaba dando a luz al hijo legítimo del emperador. La servidumbre se encontraba incontrolable por los pasillos en busca de toallas y agua tibia para limpiar la sangre que salía de la entrepierna de la emperatriz —todos los herederos eran obligados a nacer por parto natural—, sobre todo para asegurar la vida de ambos.
Los fuertes gemidos y gritos de dolor que salían de la castaña recostada sobre la cama, cubierta de sangre y líquido amniótico, eran escuchados en cada rincón de aquella estructura vieja. La lluvia caía fuertemente, el viento azotaba las ventanas altas que se encontraban en la mayoría de las paredes del castillo, así logrando que las cortinas que adornaban estos salieran de golpe, las olas de mar aumentaban con fuerza y comenzaban a invadir la orilla.
Sin duda era el sucesor del emperador: los monjes asociaban el clima con la llegada de cada heredero de la familia real imperial y sus poderes; cuando el anterior emperador fundó el imperio desde lo que había sido un pueblo de minería con escasa comida, viviendas y recursos para sobrevivir a la época del hiemonás. El sol y la luna se juntaron y bajaron del cielo, en un suceso magnífico para los ojos de las personas que observaron aquel eclipse, les brindaron un don, el cual solo la familia real imperial tendría; el poder de la luz y la oscuridad. Así, aquel emperador, su emperatriz y sucesor en su vientre, tendrían el poder de la luz, lo cuales seguirán hasta que el último hombre o mujer de su descendencia desapareciera de la faz de la tierra.
Todo el palacio quedó en silencio de un momento a otro y eso solo anunciaba una sola cosa, había nacido. Las puertas de la habitación imperial se abrieron dejando ver al junto a varias personas; miembros de la familia y la corte real del imperio, compuesta por los gobernantes de los demás reinos: Conall Roet de Rosset, recién nombrado rey de Rosset, Arthas Soslan de Nimor, Aldrich Dvorak de Yainiel y Rhaegar Argyros de Drecan.
—Ha nacido. — Anunció el monje a cargo del parto, de quien su túnica se encontraba con manchas de sangre.
Había sido el encargado de llevar el control del embarazo de la emperatriz madre. Sin más, todos volvieron a la vida con gritos de felicidad, el nacimiento de un heredero era más que celebrado por los demás integrantes de la familia y de la corte, sobre todo por lo que aquello significaba; una responsabilidad desde el primer segundo en que aquel bebe comenzaba a respirar.
El rostro de todos era el mismo, excepto uno; el del monje. El emperador se acercó rápidamente a él tomándolo por el cuello de la túnica, ya que aquel rostro no expedía ningún tipo de emoción positiva, sino todo lo contrario, la confusión se reflejaba en aquel rostro de piel clara.
—¿Existe algún otro problema? ¿Qué pasa? — Pregunto conteniendo su respiración. Sin más aquel monje dijo lo que ninguna persona en aquella habitación esperaba:
— Si, su alteza.— Todos los rostros cambiaron.
—¿Qué tipo de problema?— Los nervios se apoderaron de aquel hombre, de aquel que era admirado por el pueblo que gobernaba, querido por su familia y amigos.
Los súbditos se encontraban atentos y sin emitir ningún sonido, con miedo, aquel hombre soltó nueve letras que cambiarían el rumbo de la historia del imperio.
—Los oráculos han cometido un error al predecir el sexo del heredero. Han nacido dos; niño y niña, sin embargo, solo la niña está con vida.— Desde que se había pronunciado esas palabras, el rumbo de la historia del imperio cambiaba.
Astoria jamás había tenido una mujer como emperatriz; además el pueblo no estaba listo para que una mujer gobernara, preferían ver el imperio arder en cenizas o en manos enemigas, a que una mujer subiera al trono como emperatriz, y eso, él lo sabía.
—El varón ha dejado de respirar en cuanto llegó al mundo.— Era una noticia que hizo callar de nuevo a todos en aquella habitación.
Aquel bebe que había venido acompañando a la pequeña era algo que no se había previsto. El rey no dudó en ir a la sala de parto real, así sorprendiendo a los sirvientes y damas de la emperatriz que se encontraban dentro de esta. De reojo vio como los eruditos llevaban un pequeño bulto tras las puertas de servicio. La emperatriz, quien mantenía un aspecto cansado y sucio por las horas de parto se acercó al emperador haciéndose paso entre la servidumbre y sus damas.
—Ella es nuestro futuro.—Observó a la pequeña que mantenía en sus propios brazos.
Era pequeña, de piel blanca, cabello castaño, un color rosa decoraba sus mejillas y nariz respingada. Era una bebé demasiado hermosa. Un erudito se acercó a los soberanos quienes mantenían su vista fija en la pequeña.
—Los hombres del imperio esperan que un varón sea el futuro emperador, no una mujer.— Informó acariciando la pequeña cabeza de la recién nacida.
Todo había cambiado; el rey y la reina no sabían si era para el bien o mal del reino, pero sabían que debían hacerse a la idea.
—Eres el soberano de este imperio, puedes cambiar el orden de las cosas. No podemos dejar que el pueblo intervenga en esto, es su futuro.— Sugirió la ahora madre hacia él. Debían cambiar las cosas, era el derecho de nacimiento de aquella pequeña.
Todo debía ser cuidadosamente planeado, desde el bautizo del sol para la niña, en aquella ceremonia se anunciaba que poder —Luxe o Ilun— tendría la ahora primogénita.
Aquella princesa con cabellos castaños debía ser protegida ante cualquier tipo de conflicto o problema por cada persona que era parte de la servidumbre, cada guardia imperial, por el mismo Imperio de Astoria y los demás reyes de los territorios que conformaban el Imperio. El miedo inundó rápidamente los cuerpos de cada persona, todo era un cambio de un momento a otro, todo había cambiado.