Legado De Sombras

DOS

Los quejidos de Oriol fueron los que me despertaron, la puerta de mi cuarto se abrió sin aviso dejándome ver, aun desde mi cama, a mi padre en el marco de esta aun hinchado y aun con aquellas dos telas en su abdomen, a pesar de que se encontraba de pie, había algo distinto en él. Era su rostro. Su mirada. Algo estaba mal.

Mis sentidos se despertaron haciendo que me levantara de golpe para caminar torpemente hasta llegar a él y los pude oír a lo lejos, tras la puerta, a varios kilómetros ya cerca de la cabaña, aquellos aullidos y ladridos solo significaban una cosa.

Perros cazadores de Drecan, entrenados para despellejar hombres o lo que sea que se les mandara a asesinar.

—¿Qué ha ocurrido?— Pregunté alarmada mientras lo ayudaba a acostarse en su cama, dejando el marco de mi puerta. Esto debía ser una broma.

Pero dentro de mí sabía la respuesta. No lo era.

El hombre como pudo, me ayudó hasta llegar de nuevo a su cama y tomó asiento en ella, esperando a que ellos llegaran.

Como si estuviera preparado para aquello.

—En la tarde de ayer llegaron tres guardias del rey a la cantina del pueblo preguntando por mi hija que siempre se encontraba sola en nuestro hogar mientras yo ahogaba mis pecados.— Hizo una pausa observando mi rostro de enojo. — Yo solo les di su merecido, nadie te tocara mientras yo me encuentre con vida.

Los perros cada vez se escuchaban más cerca de la cabaña.

—¿Cómo has podido pelear con ellos? ¿Por una pelea están aquí?— Pregunté mientras la desesperación comenzaba a llenar mi cuerpo.

—No fue solo cualquier pelea, fue una masacre.— Pasó un momento. Y después dijo veintiséis letras que marcaron todo mi mundo, todo lo que habíamos vivido.

—Yo…asesiné a esos tres guardias.— Admitió y mi mundo se vino abajo.

Ahora entendía mejor su rostro cuando abrió la puerta de mi habitación, cuando se sentó sobre su cama. Él los estaba esperando porque sabía lo que se venía para él. Sabía que vendrían por él en algún momento. Me hinqué frente a él mientras las lágrimas comenzaban a salir de mis ojos grises, el aire comenzaba a hacerme falta. Algo ardía dentro de mi cuanto me sostuvo el rostro entre sus manos.

—Debes cuidarte.— Pidió mientras deposita un beso en mi frente. Aquello debía de ser una broma, me había protegido todo este tiempo de aquellos guardias y yo lo consideraba lo peor del mundo.

El arrepentimiento ardía dentro de mí.

—Debes dejar que me lleven, si no vendrán también por ti o mucho peor.— Sabía lo que aquellas últimas palabras significaban.

—Debe de haber otra forma, no puedo dejar que te lleven a los calabozos del castillo. Nunca saldrás de ese lugar.— Ambos sabíamos que nunca nos volveríamos a ver.

—No existe otra forma, no existe una manera en la que me puedas ayudar ni salvar. Debes dejar que me lleven.— Los perros estaban en el patio. Era demasiado tarde para ambos.

Me dejé caer sobre la madera del suelo al borde del llanto, dejando que mis lágrimas cayeran y rodaran por mi rostro, soltando todo aquello que había cargado años. Yo lo había considerado un alcohólico cuando lo único que había hecho tantos años era alejar a los guardias de la casa para evitar que me hicieran daño.

Los rumores de las acciones de aquellos guardias con las mujeres no eran los mejores, violaciones, maltratos, golpes y hasta muertes rondaban entre aquellos miles de rumores. Se creía que eran los soldados más despiadados de toda la tierra gracias al entrenamiento tan deshumanizado que habían llevado, a la guerra a la que habían ido antes de mi nacimiento.

Me incorporé de nuevo sobre las rodillas cuando la puerta se abrió de golpe dejando ver a los guardias con sus armaduras grises sobre su cuerpo, espadas plateadas colgando de su cintura, botas de metal que resonaban a cada paso que daban.

Uno de ellos solo se limitó a darnos una sonrisa falsa, a través de su casco, que se me clavó al instante en la mente.

—Que linda escena, un padre y una hija pasando sus últimos momentos juntos.— Un intento de risa forzada salió desde lo más profundo de su garganta para terminar resonando en toda la cabaña.

Oriol me tomó por los brazos para hacerme a un lado, justo en ese momento, otro guardia le recibió con un golpe en el rostro. Contuve el llanto dentro de mí. Otro guardia, —eran tres—, le dio otro golpe fuertemente.

—No sobrevivirás en los calabozos.— Le advirtió y observe cómo lo tomó de una manera brusca del cuello para comenzarlo a llevar hacia afuera de la casa, así desapareciendo tras de la puerta.

Era la última imagen que iba a tener de él. Otro guardia siguió tras de él, excepto el que había hablado primero. Ese se limitó a observarme y pude lograr ver algo —una intención— que se logró escapar para asomarse desde lo más profundo de sus ojos y pude escuchar cómo se cerró la puerta tras de aquellos dos hombres. Lo podía reconocer, yo sabía quién era. No era un guardia, era mucho peor que uno.

Era Roan Argyros.

El miedo se apoderó de mi cuerpo y de cada entraña que se encontraba dentro de mí mientras observaba como el capitán e hijo de la reina viuda se acercaba con pasos decididos, determinados y fuertes por el metal de la armadura.

Aquel sonido taladraba mi cabeza y se grababa en ella a medida que avanzaba hacia mí. El miedo que sentía en aquel momento me inmovilizaba haciéndome una inútil ante la situación que había visto venir en sus ojos.

Roan no se iría hasta conseguir lo que quería y nadie podía protegerme.

Nadie. Me tenía sola, indefensa y vulnerable.

Pude sentir mi espalda se estampo contra el suelo de madera de la cabaña, el dolor rápidamente recorrió cada parte de mi columna provocando que me mordiera el labio inferior y soltara un gemido de dolor.

—Te gusta, ¿cierto?— Su voz se escuchaba tan cerca de mí y yo no podía hacer nada, ni siquiera moverme o al menos gritar. Pero, aunque lograra hacerlo, nadie me escucharía y solo empeoraría más la situación.




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